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La inspiración de Gabriel García Márquez para escribir Cien años de soledad

Por David Barrera / KienyKe

Más de una generación de lectores y escritores le debe su amor por la literatura a Gabriel García Márquez. Con esa prosa suya, mágica, rítmica, colorida, ‘Gabo’ cautivó a millones, y logró que creyéramos que Macondo era real. Y puede que lo sea: cuando tanta gente se ha ‘comido’ un cuento, algo de real debe tener ese cuento.

No hay un solo escritor –o por lo menos los ‘buenos escritores’–, que diga que escribir es fácil. La literatura es una profesión difícil, exigente e ingrata. García Márquez no podría ser la excepción a esa regla terrible, y para que Cien años de Soledad, su obra mejor lograda –que además cumple 50 años de haber sido lanzada–, haya visto la luz, tuvo que pasar mucho. Tuvo que resistir mucho. Tuvo que leer mucho. Tuvo que esforzarse mucho.

Tenía 38 años cuando la escribió. Pero como todo buen libro, desde mucho tiempo antes, ya vivía dentro de él. Como un árbol alto y frondoso, que arranca desde una semilla diminuta, aquel libro espléndido, venía con ‘Gabo’, diríamos, sin exagerar, que desde la cuna misma. No podría salir de la nada, así no más. Algo así no se le pudo haber ocurrido de repente. Y si así fue, una epifanía sin precedentes que le llegó inesperadamente, podríamos probar que el genio de García Márquez no tenía comparación.

En 1965, Gabo, Mercedes –su esposa– y sus hijos iban por una vía de México. Su destino era Acapulco. Hasta ese momento, él sentía que tenía un gran libro adentro: “una novela desmesurada, no solo distinta de cuanto había escrito hasta entonces, sino de cuanto había leído”, dijo. Para todo hay un lugar y un momento. Cuando conducía, rumbo al mar, sintió de pronto que algo le caía encima con un poderoso baldado de agua helada. Dio media vuelta y regresó a ciudad de México de inmediato. Las vacaciones podrían esperar: el libro no.

“A principios de 1965, iba con Mercedes y mis dos hijos para un fin de semana en Acapulco, cuando me sentí fulminado por un cataclismo del alma tan intenso y arrasador que apenas si logré eludir una vaca que se atravesó en la carretera”, dijo.

La primera frase del libro, una de las más recordadas de la historia de la literatura, le pesaba tanto que no descansó hasta que se la sacó de adentro. Era “escribir o morir”.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”: de esa frase hablaba. “No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir durante 18 meses hasta que terminé el libro”.

La historia de cómo Gabo y su familia lograron sobrevivir mientras escribía, podría, según él mismo lo dijo, “ser otro libro”. Entonces no ganó ni un centavo. “Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa”.

Era “escribir o morir”

Cuando la situación se puso peliaguda, los García Bercha acudieron, primero, a la ayuda de los amigos, a algunos trabajos espóradicos, y ya, finalmente, al haberse agotado las opciones, fueron al ‘Monte de Piedad’ (lugar para empeñar cosas), y dejaron las pocas joyas de Mercedes allá. También se endeudaron con todo mundo: el carnicero, el panadero, el de las verduras; incluso con el casero.

En marzo de 1966, cuando el arriendo sin pagar era de tres meses, Luis Coudurier, dueño de la casa que habitaba la familia, llamó a preguntar por la plata que se le debía. Mercedes contestó, y luego de las formalidades de rigor, dijo que podrían pagar todo en seis meses.

–¿Se da cuenta, señora –dijo Coudurier– que para entonces será una suma enorme?

–Mire –respondió Mercedes con seguridad–, Gabriel está escribiendo un libro y está medio Lorenzo (loco); cuando termine seguramente le podrá pagar.

Gabo recordó luego que al “buen licenciado” tampoco le tembló la voz para contestar «muy bien señora: con su palabra me basta». Luego hizo las cuentas y dijo cuánto sería.

Uno de los “problemas más apremiantes” era el papel para la máquina de escribir. El escritor consumía cuartilla tras cuartilla, y la que quedaba mal o con erratas iba a parar, lógicamente, a la caneca de la basura.

El proceso de creación de Cien años de soledad parece una historia propia del realismo mágico. Cuando García Márquez terminó, entregó los originales a Esperanza Araiza, “la inolvidable Pera”, para que se los pasara en limpio. Cuando ella se bajó del bus que le llevó a su casa, estaba cayendo un “aguacero diluvial” y la pobre mujer, en un descuido, dejo caer las hojas a un charco. En su casa y las secó con una plancha de ropa.

Cuando la versión original estuvo lista, Gabriel y Mercedes fueron a la oficina de correos para enviarla a Francisco Porrúa, de la Editorial Sudamericana, en Buenos Aires. El empleado pesó el documento: las 590 cuartillas costarían 82 pesos.

“Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera y se enfrentó a la realidad: “Sólo tenemos 53”. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Sólo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera sino la última parte. Pero antes de que consiguiéramos el dinero para enviarla, Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Suramericana, ansioso de leer la primera parte, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarlo. Así es como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy”.

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