Judicial

Hijos de la cárcel: Ellos están condenados por una presunta estafa (IV)

Por Carla Michelotti y Eudomar Chacón

Era un núcleo familiar convencional donde creció Yamileth. Sus padres, Coromoto y Pedro se esforzaron por cumplir con sus obligaciones para formarlas bien a ella y a su hermana: hogar, comida, vestido, calzado, cariño, valores… todo lo que necesita un ser humano para crear una sana identidad como individuo.

La historia de Julián y Alberto es diferente. Ellos no crecen en un núcleo familiar convencional. Yamileth, la madre, y sus respectivos papás —porque son hijos de diferentes hombres— no viven con los niños. Ella se encuentra en prisión y ellos —los progenitores— prácticamente no están presentes. La abuela, Coromoto, trata de suplir las necesidades de los pequeños lo mejor que puede.

La casa en la que viven está ubicada en un sector popular caraqueño: Carapita. Curvas, curvas y más curvas son las que se encuentran en las calles. Subidas, bajadas, callejones, casas apilonadas —algunas pintadas, otras a bloque y ladrillo puro—, aguas negras, motos, motos, motos… así es este barrio, uno de los tantos que hay en Caracas, la capital de Venezuela.

Son las 7:00 de la mañana de un sábado. Una residencia de rejas azules y paredes sin pintar está a la entrada de un largo callejón de escaleras conocido como La Gruta, uno de los sectores más peligrosos del barrio según los vecinos de la comunidad, pues allí se encuentra la banda “Los gochos”. Por esa razón, en este pasillo suelen ocurrir varios asesinatos entre maleantes, además de asaltos a los vecinos.

—¿A quién buscan ustedes? —pregunta un niño de aproximadamente ocho años.

—Somos amigos de la señora Coromoto. Venimos a hablar con ella y con sus nietos, Julián y Alberto —contesta uno de los hombres.

—¡Julián, te están buscando! —el chico es amigo del nieto mayor de Coromoto, quien sale rápidamente a recibir a los caballeros y los hace pasar.

Muchos corotos decoran la vivienda. Las paredes están forradas con platos; hay una estantería repleta de adornos y utensilios para comer; papeles llenan la mesa; las camas de los cuartos pueden verse desde la sala y están repletas de ropa sin planchar; en el lavaplatos no cabe un pocillo más y hay que apartar objetos para no sentarse sobre ellos en el sofá. Ahí viven Coromoto y sus nietos.

Alberto, el menor, todavía está dormido. Coromoto —tez oscura, caderas prominentes, metro sesenta— sale al encuentro de los hombres con un pijama blanco de falda y franela manga corta. Su manera de hablar es paulatina. Nombra muchas veces a su hija Yamileth. La voz se le quiebra y su mirada se empaña.

—Mire, mijo, ese es el dolor más grande que tengo. Pa’ no alargar el cuento, ¡nos estafaron!— dice llorando.

Según Coromoto, a esta familia la engañaron hace un año y a Yamileth la encarcelaron por algo que no hizo. Desde que esto sucedió, Julián y Alberto han tenido que aprender a adaptarse a la manera de vivir de su abuela, quien a pesar de esforzarse, no puede suplir en totalidad el vacío que dejó la madre. A ella le cuesta dividirse las funciones de buscar el alimento del hogar y cuidar a los niños, por lo que la mayoría del tiempo, ellos están solos.

«Arrestan a una mujer por una presunta estafa»

Si el caso de Yamileth se contara como una noticia de sucesos, probablemente se titularía de la siguiente manera: “Arrestan a joven mujer por presunta estafa”; en el lead se agregaría que el fraude estaba relacionado con la entrega de unos apartamentos en Chacaíto —un sector que pertenece al municipio Chacao de la ciudad de Caracas—; y en el resto del cuerpo se incluiría que, extrañamente, ella también iba a recibir su vivienda, pero que fue culpada del robo.

Coromoto, quien pertenece a la religión de los testigos de Jehová, cuenta que el año pasado le predicó a un hombre que afirmó ser del Ministerio para la Vivienda y Hábitat.

—En ese momento comenzamos a hablar de hogares, yo le dije que ya no quería seguir viviendo en este barrio, que quería algo mejor para mis nietos… y viene este hombre y me engaña, diciéndome que me puede conseguir un apartamento —dice con impotencia, mientras Julián se sienta en el desordenado comedor y desayuna una arepa con perico y jugo de guayaba.

La familia apartó tres apartamentos: el primero para Coromoto, otro para Yamileth con sus hijos, y un último para la tía de los niños, la hija menor de Coromoto.

El día de la supuesta entrega de los apartamentos, las mujeres se alistaron y se dirigieron al edificio, donde estaban otras familias que también iban a recibir sus viviendas. Tras ver los recibos de pago, el representante del Estado les indicó —un poco apenado— que esos papeles eran falsos. Efectivamente, ese día el edificio pasaría a manos de sus nuevos dueños, pero entre la lista de beneficiados no había ninguna Yamileth ni tampoco una Coromoto. Al igual que varios presentes, ellas habían sido estafadas.

—El señor nos dijo: “No se pongan bravos, más bien recojan las firmas de todos los afectados con su número de cédula y me traen esa lista”. Resulta que, al parecer, entre las personas había un policía que no se llevaba muy bien con mi hija, así que al cabo de un rato llegaron unas patrullas, ellos se la llevaron y después la culparon de todo y usaron la lista de personas para respaldar una acusación en su contra.

Carlos Bravo, otro de los estafados, alega que él no colocó su firma para apresar a nadie. Simplemente quería que le dieran su hogar o le devolvieran el dinero.

—Yo conocí a la señora Coromoto ese día. Cuando ella me contó lo que estaba pasando con su hija, me pareció todo muy extraño, y le dije que denunciara, pero ella no quiso. Yo no sé si es que de verdad la muchacha formaba parte del asunto.

Coromoto afirma que ella sí quiso defender los derechos de Yamileth, pero sintió temor de hacerlo, porque fueron los policías quienes culparon a la joven, por lo que consideró que luchar contra ellos podría ser perjudicial.

—¿Y si me metían también presa a mí? Entonces, ¿con quién se quedaban los niños? —dice—. Yo le voy a echa’ el cuento como es: ellos se conocían, eran amigos, pues él es de Mamera. Eso es cerca de acá. Cuando estábamos en los trámites del apartamento, él le dijo a mi hija que también iba a comprar, y ella, de manera odiosa, le dijo que iba a ser un fastidio tenerlo de vecino. Mijo, eso bastó y sobró para que ese hombre le agarrara un rencor a mi hija e hiciera lo que le hizo. Por eso es que yo creo que todo ya estaba planificado, porque, ¿cómo va a ser que ese hombre se le va a ocurrir culpar a mi hija así como así?

No se sabe con exactitud si Yamileth fue cómplice de la estafa, pero lo cierto es que ya la decisión fue tomada. En 2014 fue condenada a cinco años de prisión. Sin embargo, por su buen comportamiento, la pena se redujo a dos años y medio tras las rejas y el resto bajo la modalidad de régimen de presentación. Si no se presentan retrasos en el sistema, en 2017 estará de nuevo con su familia.

Una medida que pudo haber sido menos dura, con el fin de no quebrantar el vínculo entre la madre y sus hijos. Según la norma 64 de las Reglas de las Naciones Unidas para el tratamiento de las reclusas y medidas no privativas de la libertad para las mujeres delincuentes (Reglas de Bangkok), “cuando sea posible y apropiado se preferirá imponer sentencias no privativas de la libertad a las embarazadas y las mujeres que tengan niños a cargo, y se considerará imponer sentencias privativas de libertad si el delito es grave o violento o si la mujer representa un peligro permanente, pero teniendo presente el interés superior del niño o los niños y asegurando, al mismo tiempo, que se adopten disposiciones apropiadas para el cuidado de esos niños”.

No solo eso. La Convención de los Derechos del Niño, en su artículo 9.1, explica que los Estados velarán porque el niño no sea separado de sus padres contra la voluntad de estos, excepto cuando, a reserva de revisión judicial, las autoridades competentes determinen, de conformidad con la ley y los procedimientos aplicables, que tal separación es necesaria en el interés superior del niño.

Casi siempre solos

—¡La semana pasada se formó un tiroteo horrible! —dice Martha, habitante del sector y vecina de Coromoto.

Según esta señora, la violencia en el barrio tiene un ciclo: está el tiempo de robar, traficar y matar; luego, hay una época de paz, pues los maleantes están en prisión o muertos. Pero después vuelven las agresiones, porque regresan los que estaban privados de libertad o llegan los sucesores: aquellos que vieron el ejemplo de los más grandes.

—Los nietos de Coromoto están casi siempre solos. Yo a veces les digo que vengan a la casa, pero no siempre puedo atenderlos—concluye la mujer.

De los dos hermanos, Julián es el mayor. Tiene once años, es moreno, delgado y alto. Dice que espera ansioso el día en que pueda reencontrarse con su madre. Conoce las razones por las que ella está en prisión y, al igual que su abuela, las considera injustas. Por eso la apoya en la situación que la afecta.

Agarra su sucio uniforme de basquetbol y lo lava en el lavaplatos. En la casa no hay batea. Hoy tiene juego, pero no se acordaba. Por eso limpia rápidamente su ropa y trata de secarla con la plancha para irse a su partido de básquet.

—Mis amigos saben la situación que vivimos acá en mi casa, y ellos me entienden —dice con un tono calmado y confiado, al menos en apariencia.

Julián se muestra como un chico apacible, colaborador y seguro de sí mismo. Pertenece al equipo de baloncesto de su escuela. Al parecer es bastante talentoso, según la abuela, quien explica que su entrenador lo ve como un buen candidato para ingresar a un colegio de deportistas.

Pero a pesar de los buenos modales de Julián, varias personas afirman que desde que Yamileth está presa, él se ha vuelto rebelde.

—Mira, él era un niño muy cumplido. Te respetaba, no retaba a nadie. Pero desde que pasó lo que pasó con la mamá se ha vuelto agresivo, no cumple con las tareas, es rebelde —dice Migdalia Oviedo, la profesora.

Por su parte, Coromoto confiesa que gran parte del día él está en la calle y que ya la han citado varias veces en la escuela porque ha mostrado señales de agresividad.

Según el psicólogo clínico Maharshi Dona, especialista en terapia familiar, cuando una madre está ausente, sus hijos pueden desarrollar ciertas características de la depresión infantil:

—Se ponen irritables, agresivos, pueden tener síntomas de encopresis (incapacidad para controlar el esfínter anal) o de enuresis (pérdida del control del esfínter vesical), estar aislados, comienzan a sufrir déficit atencional y empiezan a tener dificultades en la comunicación con los demás.

La opinión del licenciado secunda a la de un estudio realizado en Ginebra por la Comisión de las Naciones Unidas para la prevención del Delito y la Justicia Penal: “Los niños experimentan una gama de problemas psicosociales durante el encarcelamiento de su progenitora, entre ellos la depresión, hiperactividad, comportamiento agresivo, retraimiento, regresión, comportamiento dependiente, problemas para dormir, problemas de alimentación, de delincuencia, se escapan, son irresponsables, tienen bajas calificaciones”.

Aunque Coromoto sabe que la razón por la que Julián está tan «tremendo, contestón e irresponsable» —como dice ella— en la escuela es por la ausencia Yamileth, como abuela se siente de brazos cruzados al no saber qué hacer.

—Mire, mijo, o salgo a buscar la comida de estos niños o me quedo en la casa para estar pendiente de ellos. Muchas veces he tenido que pegarle a Julián, y eso me hace sentir mal —Coromoto agrega que ha comenzado a optar por dejarlo encerrado con llave.

Vida corta

El padre de Julián fue un joven vecino de la casa. Coromoto le guardaba bastante aprecio. Al igual que muchos jóvenes del sector La Gruta, entró al sistema “drogas–delincuencia” y siendo Julián un bebé, al muchacho lo interceptaron en el callejón y lo asesinaron a balazos.

—Ya mi hija se había separado de él, pero me dio tanta tristeza ver cómo se perdió ese joven. Además que lo mataron prácticamente frente a la casa— la mujer de 68 años dice que su ex yerno era como un hijo para ella.

El sociólogo Alexander Campos, profesor de la Universidad Central de Venezuela e investigador del Centro de Investigaciones Populares, explica que la familia juega un papel primordial en el destino de las personas:

—Hay una situación bastante interesante, y es que todo lo relacionado con la formación de un individuo tiene que ver con la familia. Por ende, la producción de malandros que vemos en Venezuela viene de los hogares —dice el especialista.

Un estudio titulado Conocer para comprender la violencia: origen, causas y realidad, realizado por Francisco Jiménez-Bautista, de la Universidad de Granada (España), refiere que los niños que crecen entre abusos, humillaciones y crueldad tienden a adoptar conductas agresivas.

Para Jiménez-Bautista, tanto la familia como agentes externos al hogar pueden afectar la manera en que un individuo se desarrolla en su adolescencia y adultez: “Las semillas de la violencia se siembran en los primeros años de vida, se desarrollan durante la infancia y dan su fruto en la adolescencia, todo ello rodeado de los aspectos inhumanos del entorno y las condiciones sociales”.

Por eso es normal que Coromoto sienta temor de lo que pueda suceder con Julián.

—En estos días me dijo que ya no quería estudiar más, que quería ponerse a trabajar. Imagínese usted, mijo, y además me quiso vender la idea de que yo necesitaba su ayuda. Yo de verdad no sé qué hacer con ese muchachito. No quiero que termine como su padre.

El consentido

Alberto es el nieto menor de Coromoto. Él es el consentido de la casa. Tanto su abuela como su hermano mayor lo protegen siempre. Tiene cinco años, es moreno, cabello corto y destaca una pequeña cicatriz en su rostro. Se despierta, sale del cuarto y se intimida al ver gente extraña en su casa. Camina pegado a la pared. Su mirada está fijada en el piso. Le da vergüenza hablar. Sin embargo, unos pocos minutos bastan para que agarre confianza y termine sentándose al lado de su visita.

—Yo veo a mi mami de vez en cuando. Vamos yo, mi hermano y mi abuela a visitarla. Ella vive encerrada en un lugar —susurra al oído.

Madre e hijos, compartir

Por las normas del Instituto Nacional de Orientación Femenina (INOF), ubicado en Los Teques, estado Miranda, Yamileth tiene derecho a recibir una visita al mes. Coromoto trata de que los niños jamás pierdan la oportunidad de ver a su madre.

—Mijo, ese no vuela porque no tiene alas —dice Coromoto para referirse a Alberto. Lo define como un niño pícaro y tremendo. Él se ríe. El comentario de su abuela le causa gracia y la abraza.

La mujer agrega que el pequeño es bastante cariñoso con ella, a diferencia de Julián, quien siempre ha sido un poco más serio y distante. Sin embargo, le preocupa tener que dejarlo tanto tiempo solo, al igual que a su hermano mayor.

—Alberto, tráele café a los señores.

—¿Dónde hay, abuela?

—Donde siempre, mijo, ¿dónde más? —al breve tiempo, Alberto viene con las tazas. Una para cada invitado y otra para ella.

Coromoto toma un sorbo de café y comienza a rememorar las malas experiencias con Robert, el padre de Alberto y padrastro de Julián. Según ella, el hombre se presentó como “un manso cordero” y cuando logró entrar a la casa y vivir ahí, “sacó sus garras”: se convirtió en una persona autoritaria, comenzó a decidir qué se comía y qué no, solo él tenía las llaves del hogar y se las escondía a los demás. Las mujeres decidieron expulsarlo cuando descubrieron que maltrataba a su hijastro en secreto.

—En ese momento fue como que me endemonié. Saqué un palo de escoba y comencé a caerle a palazos al tipo ese. Lo corrí a patadas. Yamileth me ayudó. Le dije que más nunca se le ocurriera aparecerse por acá. Inmediatamente cambié la cerradura, para que no se volviera a meter a la casa.

A Coromoto le preocupa mucho el futuro. Una de sus inquietudes es que algún día Robert, estando Yamileth en prisión, quiera volver para pedir la custodia de su hijo Alberto, incluso la de Julián, a quien reconoció con su apellido.

—Pero igual yo le oro a Jehová pa’ que eso no pase. Ese tipo no ha aparecido por aquí en años. Yo creo que ni si quiera sabe que Yamileth está presa.

Malos ejemplos

Frente a las rejas azules de la casa de Coromoto han matado a muchos jóvenes. Ella calcula unos ochenta, más o menos. A todos ellos, la señora los vio nacer, decir sus primeras palabras, dar sus primeros pasos, jugar a la pelota, comenzar la escuela… crecer, dejar los estudios, robar, traficar, asesinar y ser asesinados.

Niño y delincuente

—Muchas veces los venían persiguiendo de por allá arriba y se me metían a la casa. Me decían: “Coromotico, ayúdame, por favor”. ¿Cómo les decía que no? Y mis nietos siempre viendo ese ejemplo. Por eso es que me da miedo lo que pueda pasar con Julián. A Alberto no, porque todavía está pequeño y yo lo controlo. Bueno, ya cuando salga Yamileth la cosa podremos controlarla un poquito más, porque una puede estar pendiente de los niños y otra trabaja.

El miedo de Coromoto no es descabellado. De hecho, se corresponde con un estudio realizado por Yves Pedrazzini y Magaly Sánchez, titulado Vida violenta y vínculos sociales de urgencia: Bandas de barrios en Caracas y gangs en los ghettos americanos: “Donde sea que nazca y crezca y mientras viva, el ser humano es un ser social formado por los valores y las prácticas de una cultura y de los hábitos de un grupo. Él aprende de los otros, sus contemporáneos, incluso la forma de morir. La familia, la escuela y el vecindario o comunidad, son entonces los mecanismos básicos de socialización”.

A pesar de hablar de Yamileth con la esperanza de reencontrarse dentro de poco con ella, Coromoto confiesa tener mucho miedo de morir mientras su hija siga en la prisión.

—Imagínate, mijo, yo (colombiana) me casé con otro inmigrante (dominicano). Ninguno de los dos tenía familia en este país. Tuvimos a nuestras hijas. Mi esposo murió. Quedamos mis hijas y yo. Mi otra hija es muy despegada de nosotras, entonces Yamileth y yo nos unimos más. Ahora ella está presa y prácticamente quedé yo sola. Si yo llego a faltar, ¿quién puede encargarse de mis nietos? ¡Ay, no! —se lamenta.

Sin embargo, Coromoto alega que debe ser fuerte y transmitir seguridad a sus nietos. Aunque Julián y Alberto están creciendo sin sus padres, su abuela quiere que ellos tengan una vida feliz, muy a pesar de la realidad del sector La Gruta, en Carapita.

Si todo sale bien, el próximo año Yamileth estará de nuevo con ellos. No se sabe si fue injustamente culpada o si en verdad fue cómplice de ese acto delictivo. Pero a ellos no les importa eso. Ellos solo quieren reencontrarse y pasar la página de vivir condenados por una estafa.

Julián termina de amarrar sus trenzas y sale corriendo; Alberto comienza a desayunar su arepa de perico con jugo de guayaba. Mientras, Coromoto trata de arreglar la casa.

—Este desorden de estos muchachitos… ¡por amor a Jehová!

(*) Los nombres de los niños y sus familiares fueron cambiados para proteger sus identidades.

Leer más:

La realidad de los niños con madres privadas de libertad (I)

Niños en la prisión

La niña que vive en hogares pasajeros (II)

Foto: Pixabay

Sueños tras los barrotes (III)

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