Un Adviento en tiempos difíciles
El tiempo de Adviento que la Iglesia propone a nuestra meditación es un tiempo privilegiado para reflexionar sobre lo que estamos viviendo; para escuchar y comprender mejor lo que el Señor espera de nosotros. Es un tiempo privilegiado para aprender a discernir la presencia de Dios en medio de nuestra historia, aun la más agitada y tormentosa.
Jesús nos llama a permanecer fieles en nuestros lugares de trabajo y de testimonio, en nuestros puestos de vigilancia. No podemos abandonar la nave, a pesar de que nos parezca que está a punto de naufragar. Cuando la crisis se hace presente, cuando los cimientos del mundo se estremecen, cuando pensamos que todo termina, tenemos que levantar la cabeza.
Cristo resucitado permanece hasta el fin como el maestro de la historia y la causa de nuestra salvación. Por todo ello, sabemos que en cada día existe un futuro para todos los hombres. En este sentido, nuestra actitud es la de luchar y estar vigilantes con el optimismo de la fe. Debemos ser un aliento para la sociedad en la que vivimos. Un aliento crítico, pero un aliento.
No estemos intranquilos, como los paganos! No nos desesperemos por la violencia en el mundo y por los atropellos a la vida, como si Dios estuviera a punto de perder la batalla. Dios mantiene el control de la historia, aun cuando ciertos pseudo-valores, ideológicos o políticos, sean los que predominan y los valores espirituales parezcan olvidados. Dios nunca nos abandona.
A pocas semanas de la Navidad, no tenemos otro mensaje sino el que fue dado a los primeros discípulos: «Velen y estén preparados». Prepararse significa «vivir» no en el miedo, sino en la conciencia de la presencia de Dios en nuestra vida; de Dios que da sentido a nuestro trabajo y a nuestra historia; de Dios que nunca está ausente en situaciones de crisis.
Estar vigilantes, descubrir la presencia de Cristo vivo, aquí y ahora, ¿no es acaso esperar activamente el regreso del Señor? Luchar, mantenernos solidarios en la trinchera política, sindical, social, en favor de la justicia y de la paz, en favor de la libertad, ¿no es acaso afirmar que hay una promesa y una esperanza para nosotros y para el mundo?
Hay una esperanza. Debemos, a pesar de todo, y muy especialmente en estos tiempos tan difíciles, recordarla sin cesar, no sólo a los jóvenes, sino a todos. Debemos anunciar el Evangelio que, al mismo tiempo, nos despierta y nos consuela. Sí, Jesús va a llegar. Vamos al encuentro de la Navidad.
Si nos sentimos desanimados, en crisis, sepamos que Aquél que viene no nos quiere ni condenados ni derrotados, sino libres y salvos.
Estamos en un nuevo Adviento: el de un nuevo rostro de la Iglesia que se construye lentamente en medio de las incertidumbres, los miedos y los dolores del parto. No alimentemos las nostalgias estériles. No sacralicemos el pasado. Tengamos el gusto de vivir nuestra fe hoy, sin complejos ni agresividad, y construir todos juntos el futuro que a todos nos concierne.
Amemos a la Iglesia, divina y humana a la vez. Divina, porque es un don permanente de Dios, que nosotros debemos acoger sin cesar. Humana, en cuanto que su rostro exterior, a lo largo de veinte siglos, con frecuencia ha cambiado y cambiará aún, según las épocas y las culturas. Esa es la lógica de la encarnación.
Pero si el rostro exterior de la Iglesia cambia, su misión permanece siempre la misma: construir la «civilización del amor». Debemos convertir nuestras relaciones humanas para llegar a ser, cada vez más, un hijo que vive bajo la mirada del Padre, y un hermano que vive fraternamente las relaciones de cada día.