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Primero de enero

Iniciamos un nuevo año. Tiempo el presente cargado de presagios y de temores. Amenazado por fantasmas que lo fueron porque van apareciendo en doquiera para el temor de quienes los consideraban exageradas invenciones. Es muy manida, por sobada, la expresión “quien siembra vientos recoge tempestades”. A la vista de lo que nos está ocurriendo, prefiero pensar que quien nada siembra nada recoge. Es, entonces, hora propicia, ésta, cuando los frutos de lo poco que históricamente hemos sembrado van siendo irresponsablemente destruidos por esa suerte de báquiros a quienes, por acumulación de propias carencias nuestras, hemos permitido encaramarse, cual autoridades, en sitial de donde puedan, como lo hacen, ejercer poder para destruir nuestra sociedad.

Me refiero a que es hora que urge para hacer alto en nuestro alocado vivir como pueblo, según modo que no es otra cosa sino la resultante común de nuestro singular vivir cada cual como individuo, a fin de enmendar nuestra ruta y, deslastrados del referido obstáculo que, con mil excusas, alegatos y razones siempre banales y mendaces, hemos venido tolerando, poder dedicarnos, con la serenidad que brota de la paz, en el hacer la siembra que históricamente hemos desechado y que no es más que la de trabajar para inculcar valores; para poder mirar más allá del precio –que no el valor- de las cosas; para dar un nuevo aire que impida la asfixia del espíritu de cada compatriota; para no callar cuando la palabra dicha se convierte en riesgo temerario; para no vacilar cuando se trate de asumir posiciones ante las cuales los pusilánimes y pacatos se refugian en el disimulo o en la negación y, en vez, darle a la verdad el supremo valor que le corresponde en nuestras conductas, sin acudir al disimulo y desviar la mirada para luego pactar, por debajo de la mesa, con los infames que fomentan la ruina nacional.

Debemos asumir, en esta singular fecha, -más importante que jamás pues nos encuentra en la definitiva encrucijada de escoger entre el ser y el no ser libres, valga decir, ser o no no ser personas- la responsabilidad de dar lo mejor de nosotros mismos, de sembrar sin descanso esperanza, espíritu de verdad, capacidad para identificar jerarquías que, sin menoscabo de la libertad, respondan a la justicia. Nos toca inculcar sentido de responsabilidad social ante la Patria. Tenemos que resembrar conceptos generales que no existen o se han borrado de mentes y conciencias del común de nuestros compatriotas. Hacer ver que la fuerza del espíritu es lo que guía a las personas hacia su destino trascendente y a las naciones hacia su verdadera grandeza.

Nuestro deber es dar sin recibir; hacer sin cálcular. Superar individualismos que disuelven pueblos al borrar lo común para que el singular piense sólo “en lo mío”.  Es aquello de nuestro popular haedo, de asumir “un modo de no tener demasiado para que otros tengan su modo de tener algo”.

Es insoslayable hacer ver que la democracia no es coto abierto para que algunos “vivos” aventureros asalten el poder; no es escenario donde se encaramen advenedizos, aspirantes a enquicerse o guapos de barrio. Más que sistema político, democracia ha devenido en actitud ética según la cual, en la sociedad general, todos y cada uno de sus miembros tienen su cuota de participación en la construcción de la obra común, de cuyos frutos les corresponde su cuota de beneficios.

Debemos luchar arriesgándolo todo por reconquistar nuestras libertad y justicia. “La paz es la obra de la justicia”, como lo han definido varios Papas. Donde no hay justicia no hay paz. La guerra, lconflictos y violencias, son resultados de las injusticias. Pero tenemos que hacer para que ciertas palabras pierdan esa pátina de respeto humano que hace de ellas vocablos que avergüenzan. Una de ellas es el verbo amar, que debe ser pronunciado cuando se está en el recinto social de lo público. Si la paz es obra de la justicia, aquél, necesariamente, es la paz del Señor, la verdadera paz; no la que impone la fuerza sino la que, espontánea, brota del amor. Hay que aprender a hablar del amor sin sonrojarse y sin olvidar que ese es el mandamiento fundamental que rige las relaciones ente las personas humanas. Amor o Caridad, como la designa el Apóstol. Al amar no se señalan en el otro sus defectos, sino sus virtudes. La injusticia se opone al amor o caridad. Cuando se vive con caridad se respeta al otro en su dignidad como persona, en sus derechos, en sus ideas, en sus valores; se le atiende en sus angustias y socorre en sus necesidades, pero no por mor del ego propio sino del Otro. La caridad es la virtud por excelencia en una sociedad democrática, en la que no se actúa por lo que obliga sino por el amor al prójimo. La democracia, como la caridad, actúa y se hace presente en los actos simples, cotidianos, rutinarios. Los predicadores de la guerra y de la violencia son espíritus sin espiritualidad y por tanto sin caridad.

Esas son bases del país que queremos reconstruir y que sólo podremos hacerlo entre todos.

“¡Vivir libre o vivir muerto!” en la hermosa expresión de Don Mario Briceño Iragorry. Tengamos en él y tantos otros valores personales de la Patria, inspiración para sobrevivir y vencer en lo duros tiempos que anuncia este 2011 que mañana habrá amanecido. Pues, como él  mismo Don Mario  escribió: “es vida la muerte cuando se la encuentra en el camino del deber, mientras es muerte la vida cuando, para proseguir sobre la faz semi-histórica de los pueblos esclavizados, se ha renunciado al derecho a la integridad personal”.

¡Feliz Año!

 
*Reproducción de original poco modificado del 01-01-2006
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