Pero no prevalecerán
La guerra constante que a lo largo de sus más de dos siglos ha asediado todos los predios de la Iglesia instituida por Jesucristo la noche del Jueves Santo, con nuevas armas pero viejos argumentos, en estos tiempos se renueva en la irrenunciable aspiración de destruirla. No es, pues, nada nuevo. En su fundamental obra “Ortodoxia”, ese gigante físico, intelectual y moral del cristianismo, nacido el 29 de mayo de 1874 en Kensington, que fue Gilbert Keith (G.K.) Chesterton decía que, en tiempos cuando estaba descentrado y en afanosa búsqueda personal, le intrigaban mucho –por sus ambivalencias- las acusaciones que se hacían al cristianismo y a la Iglesia Católica y que le parecían inconsistentes, pues lo cristiano no podía ser, al mismo tiempo “la máscara negra de un mundo blanco y, también, la máscara blanca de un mundo negro”.
En efecto, Chesterton señalaba que grandes y muy viriles escépticos del siglo XIX, como Huxley y Bradlaugh, en una página de su Manual Agnóstico acusaban al cristianismo de ser un “algo tímido, monástico y poco viril”, pues pretendía que los hombres fuesen como ovejas pero, al pasar a la siguiente página, había encontrado que debía odiarlo y no porque no luchaba, “sino por su lucha excesiva”, por la que era “matriz de todas las guerras e inundaba el mundo de sangre”. De esta forma, Eduardo el Confesor resultaba culpable porque no quiso luchar, pero Ricardo Corazón de León lo era por ser feroz luchador. Los mismos quienes censuraban al cristianismo “por su blandura y no resistencia, también lo hacían por la violencia y valor de las Cruzadas”. Y observaba Chesterton cómo la misma contradicción pero con diferentes factores ha venido colmando la historia de la Iglesia Católica a lo largo de sus dos mil años de existencia. ¿Qué era -se preguntaba G.K.- ese cristianismo que siempre prohibía las guerras y siempre las producía? Nuestro autor se extiende al señalar numerosos ejemplos, como aquél en el que se afirmaba que había que “confiar en la ética de Epíteto porque la Ética nunca cambia”, pero se señalaba que “no se debía confiar en la ética de Bossuet pues la Ética había cambiado.” Tomemos, sin embargo, uno como último pues concierne al tema que hemos propuesto. Recuerda Chesterton que el grande y peor crimen del cristianismo era su ataque contra la familia pues, para unos escépticos, “arrastraba a las mujeres a la soledad y a la contemplación del claustro” y hacía que abandonaran la familia y la procreación, pero para otros, “avanzados”, el crimen era que, obligadas al matrimonio, condenaba a las mujeres a la esclavitud de la casa, los hijos y la familia.
En estos tiempos presentes, los escépticos de la actualidad han logrado descubrir el nuevo crimen de la Iglesia: ¡el celibato! Hay que decir como Arquímedes ¡Eureka! No sabíamos los mortales ignaros que los aspirantes a seguir el sacerdocio eran secuestrados (¿Por quienes? ¿Acaso los curas?) en oscuridades de calles de lejanos pueblos; ingenuamente pensábamos que, los aspirantes a consagrarse al servicio de Cristo, entraban a los seminarios según sus propias razón y voluntades. Entonces, por supuesto, la solución será ¡suprimir el celibato por ser el culpable de la pederastia!
¡Magnífico!
Lo que no tomaron en cuenta es la contundencia de las estadísticas. Hay muchas circulando por Internet. Dichas estadísticas demuestran: a) Que entre las confesiones religiosas, aquella que teniendo pederastas, es la Católica la Iglesia que registra el menor número. Las que mayor número de casos presentan, no tienen el celibato. Eso no es para celebrarlo. Todo lo contrario; b) que el mayor número de casos de pederastia no se presenta en ninguna confesión religiosa, sino en las familias.
El problema no es el celibato, ni la fe que siga una determinada Iglesia. El problema es la formidable crisis de valores; el relativismo según el cual cada persona se rige por su verdad, pues no hay verdades universales; no hay conciencia verdadera sino
voluntarismo absoluto; el problema es el egocentrismo sin límites; el problema es la voluntad de dominio que se sobrepone a la voluntad de amor; el problema es el inagotable apetito de más tener y el absoluto olvido del más ser; el problema es la total ausencia de trascendencia de la vida humana que, irremediablemente, ha de enfrentar la realidad de la muerte; el problema es el vacío existencial de la persona humana que se ha auto designado como alfa y omega de la Creación.