Democracia III
Para la cosmovisión personalista y comunitaria del mundo, las sociedades nacionales, con su política, poder y Estado, deben, en democracia, apoyarse sobre valores que no provienen de fuentes históricas como el liberalismo individualista, el marxismo o de variantes totalitarias como las nazis y falangistas, sino de las profundidades del pensamiento cuyas raíces están inspiradas en el Evangelio. Por ello, la democracia se presenta como exigencia de la personalización, continua y sin fin, de todos y cada uno de los miembros de toda sociedad nacional. Esa personalización se apoya, de manera muy importante, sobre la libertad de elección de su destino personal que toda persona tiene y debe serle respetado, así como de ejercer cabalmente su responsabilidad con el todo social que significa el Bien Común General y su correspondiente Obra Común, realizada con la participación que, moralmente, obliga a todos los miembros de cada Sociedad.
En el seno de cada Sociedad, la igualdad de las personas significa una equivalencia entre éstas que revela su inconmensurabilidad en el destino singular de cada una y reconoce que, si bien todos los seres humanos somos iguales en dignidad, tal dignidad debe ser respetada para todos, cada uno es radicalmente distinto en su interioridad de voluntad, pensamiento, aspiraciones y senderos de realización personal, por lo que la Sociedad tiene que proporcionar los medios e instrumentos proporcionados para que se ajusten a cada condición personal de sus miembros. Se trata, entonces, de que la Sociedad debe, ineludiblemente, instalar un espectro muy amplio de medios e instrumentos institucionales para que todos y cada uno de sus miembros tengan efectivas oportunidades para realizarse como personas.
El desarrollo de tal igualdad de oportunidades, es paralelo al de la libertad de independencia que, a diferencia de la libertad interna o libre albedrío que es un don del Creador, libertad de independencia debe ser proporcionada por el cuerpo social, o conquistada por sus miembros en el seno de su propia sociedad. Tal desarrollo humano y personal favorece, y, al mismo tiempo se ordena a la elevación moral, económica, social y política del todo social y de la multitud de sociedades intermedias que lo constituyen y se alojan en su seno.
La democracia verdadera no se agota en el bienestar de la población, ni obedece a la supremacía del número, que puede llegar a confundirse con las influencias y la fuerza. Por otra parte, no es cierto que la “voluntad del pueblo” sea un absoluto infalible. Ciertamente, la consulta a la voluntad de las personas miembros tiene un papel indispensable y fundamental, pero en todo caso debe ser personalmente expresada y nunca orientada, dirigida o explotada mediante compras de conciencia facilitadas por necesidades de las familias o personas singulares, manipulaciones hipnóticas impuestas por propagandas masivas y engañosas difundidas por personas que buscan favorecer sus propios intereses, sea directamente o a través de medios de comunicación presionados por la fuerza.
La democracia se establece, en su más puro y alto nivel, sobre la base del equilibrio entre los diferentes centros del poder social: político, legislador, judicial, económico, educativo, comunicativo, organizados verticalmente pero coordinados y articulados de manera horizontal. Implica también la democracia, una adecuada desconcentración y descentralización de manera que las entidades regionales y locales asuman directamente la responsabilidad de los asuntos que les afectan particularmente y sobre cuyas decisiones deben tener capacidad y competencia. El poder centralizado, muy generalizado en nuestra América Latina, es un adefesio, factor del retraso y subdesarrollo que, históricamente, han caracterizado a nuestras naciones hermanas. En nuestro subcontinente Sur, el único país verdaderamente descentralizado es Brasil y, en menor medida Uruguay y Argentina. La centralización asfixia a los pueblos, impide su crecimiento y desarrollo armónico y favorece el establecimiento de dictaduras y tiranías de cualquier signo político que, al tener como propio el trasfondo histórico populista que nos ha caracterizado, han condenado a nuestros pueblos a depender de unos centros de poder que cercenan sus libertades y posibilidades de desarrollo, tanto personal como general.
Sin embargo, no se trata la descentralización de una concepción granular de la Sociedad Nacional que anime particularismos negativos, o que signifique pueriles e inaceptables idealizaciones de la realidad social incompatibles con las características y exigencias del presente Estado moderno. En efecto, el Estado debe descargar sobre las diversas regiones, subregiones y comunidades de la Nación, aquellas facultades y tareas organizativas que no le correspondan de manera directa, pero, manteniéndose, en todas las instancias, como centro de planificación, coordinación, control y arbitraje supremos, así como también cual representante y garante supremo del todo social hacia lo externo.
La democracia ha de ser, por definición, participativa. No se trata, como algunos piensan, que los poderes centrales del Estado le “participen” a las instancias regionales lo que deciden en la Capital de la Nación. Se trata, si, de institucionalizar la participación de las regiones y sus habitantes, en la corresponsabilidad y corresponsabilidad libre de sus propios intereses. Para ello, será menester:
a) Establecer un nuevo ordenamiento económico-jurídico capaz de hacer emerger los valores de toda la población. No se trata, desde luego, de crear o reforzar instituciones “para dar” (asistencialismos, paternalismos o proteccionismos), sino de promover y crear las vías, los medios y las organizaciones “para pedirles” a las poblaciones e instancias regionales de gobierno; esto es. Para incorporarles a una activa participación en el desarrollo y en los procesos organizativos, productivos, educativos, etc., de la Nación.
b) Establecer un nuevo ordenamiento jurídico-político orientado a realizar efectivamente la aceleración de procesos que hagan, al pueblo todo de la Nación, ser realmente el sujeto del cambio mediante la asimilación y toma de conciencia de valores de los cuales ha sido históricamente despojado: personalidad, responsabilidad, dirección, administración, etc.; y de valores que existen fuera de él y que no desarrolla o recibe: morales, intelectuales, técnicos, científicos, estéticos, productivos, etc. Para esto, es menester un gran esfuerzo para realizar, en verdad y no en palabras, la justicia social, valga decir, igualar las posibilidades y aptitudes entre sectores desiguales, incluido el acceso a la propiedad de medios de producción, a fin de incorporar a la población, en su totalidad, al proceso productivo y de desarrollo del país.
El más alto grado de la participación es la codecisión. Por múltiples razones, no es posible pensar en la codecisión de todos. La democracia implica delegación, representatividad y, sobre todo, confianza, lo que, por inalcanzable, sustituye una utópica, por inalcanzable, codecisión general.
En el estado actual del desarrollo democrático –en términos generales– la exigencia de la población es más el de una mejor información que el intervenir directamente en la toma de decisiones, muchas de las cuales escaparían a las competencias, vocaciones, habilidades y aptitudes, o a los conocimientos de mucha gente. Se trata, de inicio, de establecer una doble corriente de información que asume carácter prioritario e inmediato: primera, de la población hacia las dirigencias locales descentralizadas, entidades en las que se toman las decisiones, a fin de que éstas instancias se enteren y se vean comprometidas con las opiniones, necesidades y exigencias de sus gobernados; segunda, en sentido inverso, para que la población reciba las debidas explicaciones y justificaciones de los actos y decisiones que les proponen quienes tienen la responsabilidad de realizarles; tercera, que el fruto de los diversos intercambios, se alcance en un consenso que incorpore las propuestas posibles y útiles que ambas partes acuerdan realizar. Esto, por supuesto, supone que se instalen ámbitos para conocer los puntos de vista y razones de una y otra parte y se aprueben las decisiones acordadas.
De esa manera, la democracia deja de ser una palabra cuasi misteriosa y carente de real significado, para transformarse, progresivamente, en una vivencia concreta, deseable y, por tanto, respetada y defendida.
De resto, el problema real de la participación de nuestra población de bajos niveles de recursos y de instrucción, en el poder político consciente, sea indirecto a través de los partidos políticos o directo en funciones de gobierno tiene, como previa exigencia, la necesidad de encuadrar a esas personas, una vez socialmente integradas, en el conocimiento y progresiva participación en las instituciones políticas. La realidad muestra, en todas las latitudes, que la verdadera participación en lo político pasa, principalmente, por la experiencia en los partidos políticos democráticos. En efecto, el principio reza que la soberanía pertenece al pueblo tal como lo hemos entendido (y no como masa informe); la práctica muestra que dicha soberanía es vivida y ejercida mediante la intermediación de los partidos que operan cual escuelas de formación política. Pero es menester que los partidos no se conviertan en frenos u obstáculos que limiten la soberanía popular porque la limiten o anulen para asumirla por cuenta propia, sino que sean verdaderos instrumentos de activación de la voluntad popular en las realidades locales, regionales y nacionales y sean, al mismo tiempo, transmisores de esa voluntad hacia las instancias del Estado en su realidad política constitucional.
Por lo tanto, la democracia viene a ser una exigencia de renovación de los partidos políticos. Tal renovación ha de consistir en:
a) Una apertura democrática interna de los partidos que implique la supresión de trabas y resistencias que puedan impedir o limitar la participación de sus miembros en la vida política interna de éstos.
Será, por tanto, necesario, que el miembro o militante se sienta parte del partido. Para ello debe tomar plena conciencia de su condición y dignidad de persona, de ciudadano de la Nación y de miembro de una organización democrática con los derechos y deberes que a cada condición corresponden. De esta manera, la participación en la vida interna del partido comienza con la formación política de sus miembros.
b) Inmediatamente, es necesario instaurar o restaurar el ejercicio efectivo de una democracia en lo interno de los partidos. Esa democracia será directa e indirecta. 1º) Directa en todas las instancias en las que sea materialmente posible, lo cual se irá logrando, progresivamente, mediante la formación política principista y democrática. Especial importancia van a tener, en tal sentido, los organismos de base, en los que la participación signifique la toma de contactos con la vida de la colectividad de miembros del partido y de las realidades y necesidades de la población correspondiente a su pertenencia como ciudadano, de cuyas necesidades y problemas debe participar a los niveles de dirección del partido. 2º) Indirecta, en aquellas instancias en las que el carácter técnico de las decisiones no permite, en muchos casos, que sean ventilados ciertos asuntos ante la simple opinión y, en consecuencia, se tiene de nuevo la noción de representación que debe ser legítima y verdadera, no manipulada ni mediatizada o determinada por artificios que desvirtúen su naturaleza.
c) El complemento indispensable de la participación es la doble corriente de información de la base a la cima y a la inversa. Todo ello refuerza al miembro en sus convicciones y sentidos de responsabilidad ante el partido y ante el país.
d) Apertura democrática externa, tarea indispensable para garantizar la democracia en las sociedades modernas. Los partidos tienen tendencias a cerrarse en su propio mundo, pero deben rechazar ser clanes o “ghettos” en la sociedad nacional, para abrirse al diálogo y a la participación efectiva de quienes, sin tener militancia específica –o ideologías o compromisos políticos con otras tendencias– tengan el mérito y la capacidad de aportar ideas, esfuerzos y experiencias en beneficio de las superiores exigencias del Bien Común General.