Democracia I
Si bien entendemos por pueblo al conjunto de personas que forman parte o viven en una Sociedad determinada, es menester diferenciar entre pueblo y masa. Los demagogos, que encarnan la corrupción de la democracia, siempre mencionan al “pueblo” pero, en realidad, actúan sobre masas inconscientes que han desbordado la racionalidad al actuar y moverse por pasiones o entusiasmos irracionales, por lo que siempre son aprovechadas por aquellos que quieren ejercer la dominación de toda una Sociedad.
En su alocución de Año Nuevo de 1942, el Papa Pio XII dijo:
“El pueblo vive y se mueve por su vida propia; la masa o multitud es, de por sí, inerte y solo puede ser movida desde afuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales es consciente de sus propias responsabilidades y convicciones. La masa, por el contrario, espera el impulso del exterior presta a seguir una u otra bandera según la explotación habilidosa que se haga de sus instintos.”… “Solo puede calificarse como democrático aquel gobierno que es capaz de elevar a la multitud de una condición de masa a una condición de pueblo.”
Es así, que para alcanzar el transformar la masa en pueblo, a fin de que la democracia sea una práctica común en toda la Sociedad, es menester que los ciudadanos demócratas –y no sólo los gobiernos y las instituciones como las Iglesias, etc.—asuman esa tarea transformadora, de manera que aquellos que conforman la masa sean personas capaces de cumplir sus deberes y velar por sus derechos, sin estar sometidos a los intereses y dictados de algún caudillo o tirano.
La democracia, como fenómeno histórico, está inmersa en el tiempo y no puede escapar de la ley del devenir. Sus primeras formas, que encarnaron el ideal liberal, las han rebasado las nuevas realidades fecundas de futuro. Por ello es indispensable responder adecuadamente a las exigencias del presente y, al mismo tiempo, diseñar formas de anclajes para el mañana que se anuncia.
La vieja democracia liberal descansaba sobre la ficción del “ciudadano”, ser abstracto e intemporal, iluminado por la razón y sin egoísmos ni prejuicios capaces de opacar su conocimiento ni de desviar su voluntad de “miembro del poder soberano.” Era la idea de ese ciudadano, la de un ser humanamente puro, pero vacío y desencarnado, titular de derechos inalienables que, como la libertad individual, eran fines en si mismos, carentes de relación con el hombre verdadero. El pueblo soberano de esa vieja democracia, era un pueblo de ciudadanos iguales en el vacío, cuya fuerza residía en el número no organizado, mientras el pueblo recibía, ingenuamente, el mito de la infalibilidad popular.
La democracia liberal de aquellos tiempos fue, en su abstracción calculada, la primera formulación moderna de una sociedad sin clases. Su teoría –como después el marxismo– planteó una sociedad igualitaria en la que el ciudadano era abstracción que pretendía legitimar Estados que se reclamaban justos –así como el marxismo con los proletarios– a partir de un principio que se refería no a la igualdad esencial de todos los seres humanos, sino a una identidad entre personas neutras e intercambiables. Por otra parte, los principios políticos de esta primera democracia (soberanía popular, igualdad y libertad individual) no eran absolutos pues correspondían a la realidad de cada persona y de su comunidad de pertenencia. Pero con el paso del tiempo, el hombre concreto, situado en su realidad concreta y vivida, se preguntaba para qué le sirven tales derechos y atribuciones si, en definitiva, no alcanzaba a satisfacer sus necesidad. El error de ese liberalismo fue el hacer de los derechos del individuo y de la libertad en particular, un sistema “filosófico”, en vez de reivindicaciones de hecho correspondientes a las exigencias y condicionamientos propios de cada determinada situación histórico-social.
En tiempos recientes de gobernabilidad democrática, destacaba el hecho de que los derechos humanos –anteriormente concebidos como facultades inherentes al individuo o ciudadano– eran exigencias para satisfacer necesidades de la persona concreta y no abstracta. De los derechos como afirmación de la esencia de la persona humana, se había pasado a los derechos como garantías de la existencia: de la democracia sólo política, se había pasado a la democracia político-social.
Pero, pese a que la democracia social hay sido una realidad constitucional en casi toda la tierra y que pretenda liberar a las personas de toda forma de tiranía u opresión, tratando de establecer una igualdad de oportunidades anteriormente no garantizada, sin embargo, la complejidad moderna de las sociedades; sus limitaciones, algunas aún provenientes de sobrevivencias de instituciones del pasado cuyos ideales operantes se han modificado en el tiempo; los conflictos dentro del Estado; la búsqueda de equilibrios por parte de los gobiernos entre diversos sectores de grupos con intereses antagónico, etc., ha contribuido para hacer más difícil la gobernabilidad y para que la frustración y el escepticismo se extiendan entre los ciudadanos.
En la perspectiva de una cosmovisión personalista (por fundada en y para la persona humana), la democracia es exigencia de personalización continua e ilimitada para cada miembro de la sociedad. La personalización descansa sobre la libertad de elección, entendida como instrumento propio de la persona para elegir su propio destino y ejercer, cabalmente, su responsabilidad social.
La igualdad es la equivalencia de personas inconmensurables en su destino singular, de manera que a desiguales características y posibilidades de realización corresponderán medios e instrumentos proporcionados a cada condición. Esto implica que toda sociedad deba implantar un espectro muy amplio de medios e instrumentos para que cada persona tenga la posibilidad de realizarse. La igualdad de oportunidades es paralela a la libertad de independencia. Como ésta, debe ser conquistada en el seno de la sociedad y resulta de la voluntad y el libre albedrío de cada cual, pero está ordenada a la mayor elevación moral, económica, social y política del todo social de sus sociedades intermedias.
Esta forma de democracia personalista se establece, en su más alto nivel, sobre el equilibrio de los diferentes centros de poder social: político, legislador, judicial, económico, educativo, comunicativo. Todos organizados verticalmente, al tiempo que coordinados y articulados de manera horizontal.
También implica esta democracia la adecuada desconcentración del poder central, para que las entidades regionales y locales puedan asumir, directamente, la responsabilidad de los asuntos que les afectan particularmente. En este sentido, el Estado descarga sobre las diversas regiones, localidades y comunidades de la sociedad todas las tareas organizativas y distributivas que no le correspondan legalmente, pero se mantiene como rector de instancias como planificación, coordinación, control y arbitraje supremos, pues es el garante del orden social.