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Von Clausewitz y el bodeguero

Me pregunto si a usted le pasa lo mismo. En los últimos tiempos, cada vez que salgo a la calle, me ha dado por sentirme como un marciano en mi propia ciudad. ¿No le parece raro? Me siento un poco perdido con la situación, como si no terminara de entender bien qué es lo que pasa. Por donde usted menos lo espera aparece alguien con una bolsita de mercado en la mano. Y uno, haciéndose el loco, ve de reojo, tratando de adivinar… pero da como cierta vainita preguntar “¿Qué llevas ahí?”. Sin embargo, el acontecimiento verdaderamente desconcertante y que no tiene  precedentes lo conforma una cola en cada esquina.

Me aproximo con curiosidad intelectual, y no porque ande buscando nada en particular. Precavidamente, con disimulo, le doy un rodeo antes de acercarme en forma definitiva, como quien observa una nave espacial que acaba de aterrizar en la urbanización. De a poco, me voy arrimando un tanto más confiado. Miro a la gente en la colita, ni tan feliz como dicen algunos ni tan arrecha como sería de esperar. “¿Qué es lo que hay?”, finalmente le pregunto en voz baja al último de la cola, un hombre esmirriado, con pollina de medio lado y cara de que está a punto de fallecer de puro fastidio. Alza los hombros y arquea los labios hacia abajo. “Quiere decir que no sabe ni le interesa”, interpreto. Una señora a su lado me reprueba con la mirada. “¿Y este bolsa de dónde salió?”, parece decirme. De pronto otra mujer, dos puestos más adelante, me espeta: “Métase y no pregunte tanta pendejada”, que es precisamente lo que hago al instante: doy un saltico y me incorporo.

De inmediato tengo ya a cuatro personas por detrás, luego ocho y después diez. Ya soy parte de uno de los fenómenos sociológicos más emblemáticos de nuestros tiempos. Intento compenetrarme con la experiencia para vivirla a fondo. Y yo, que suelo ponerme a pensar necedades para contrarrestar el aburrimiento, imagino que no pasará mucho tiempo antes de que algún tesista universitario trate de explicar  lo que aquí ha sucedido. “¿Modelo fracasado o guerra económica?” podría ser un título apropiado para el trabajo académico. Inevitablemente tendrá que preguntarse, con objetividad científica, si Maduro en realidad creía que todo esto era solo una simple y pura conspiración. En ese instante, me fijo en Agustín, el dueño de la bodega, ya setentón,  sentado sobre unos guacales pelando una mandarina, como si él no tuviera nada que ver con lo que ocurre a su alrededor. Por la acera, igualmente tumbados a la bartola, caminan dos soldados que custodian el sitio.

El casco les cae más abajo de las cejas y cubre la mitad de sus rostros imberbes. Y me da por recordar la verborrea oficial: contra los especuladores, la burguesía, el capitalismo salvaje, el imperialismo y pare usted de contar; todos dentro del mismo saco, como agentes de la guerra económica. Y la verdad es que a estas alturas me quedaría muy mal decir que Agustín se parece al Santo Niño de Atocha ala hora de fijar precios, y hasta me lo puedo imaginar guardando un par de gallinas y unas docenas de huevos en la parte trasera de la bodega para venderlas en mejor ocasión. De manera que no se trata de pasar por incauto en torno a las agallas mercantilistas, un tanto avarientas, del bodeguero.

Pero de allí a figurarme a Agustín leyendo a Sun Tzu —o mucho menos a Carl von Clausewitz— como parte de una maniobra para tumbar al gobierno, hay un gran trecho.

Entonces, me pregunto: ¿quién quiere un país así?, ¿quién apoya este disparate?, ¿quiénes nos metieron por este camino?

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