Violencia y delincuencia anómica
Desde el punto de vista de un posible y necesario proyecto de reconstrucción nacional, pero incluso desde la propia continuidad del actual modelo, lo más grave que le ha ocurrido y le está ocurriendo a Venezuela no es el colapso económico: la inflación, el desabastecimiento, el déficit fiscal, las reservas.
Tampoco la asfixia de la vida democrática. La satanización de la protesta social; el número de dirigentes y activistas políticos presos, perseguidos, en el exilio o en régimen de presentación; los juicios a periodistas y directivas de diarios.
Lo más grave que está ocurriendo, lo que amenaza a mediano y largo plazo la convivencia y la cohesión social es, a nuestro juicio, la velocidad con la que crece la economía ilícita, la delincuencia organizada, las organizaciones paramilitares y la degradación interna de las policías y la institución militar, creando un poderío económico y un poder de fuego paralelo al del Estado, debilitándolo y exponiéndolo a la pérdida definitiva de uno de sus condiciones esenciales: ejercer el monopolio de la fuerza.
En el núcleo central del fenómeno hay una sumatoria trágica. De una parte, las grandes mafias que se han hecho de capitales descomunales, los carteles de drogas, contrabando de combustible y alimentos y la negociación multimillonaria con los dólares preferenciales de Cadivi, asociados a la jerarquía militar, cuadros altos y medios del gobierno y “empresarios”, así con comillas, a ellos vinculados.
Del otro, las agrupaciones paramilitares llamadas “colectivos” cuyo número y poderío armado han ido haciéndose públicos luego de las muertes de Juan Montoya y José Odreman, altos jefes de estas organizaciones, y del asesinato –la masacre, la han denominado algunos– de cinco de sus activistas en enfrentamiento con el Cicpc el pasado septiembre. Y junto a ellos el extraño entramado de abusos visible en las actuaciones del Cicpc y el Sebin y que muchos desde el propio sector oficial han comenzado a denunciar.
A esto hay que agregarle los fenómenos de delincuencia común organizada, como el de los “pranes”, capos locales que manejan el sistema penitenciario, o el de las bandas-empresas que controlan la industria del secuestro o la distribución de droga a escala barrial. Más la delincuencia común no organizada, que en su conjunto, ya lo sabemos, hace de nuestro país uno de los primeros en las estadística internacionales.
No debemos dejar fuera lo que podríamos llamar “delictividad cotidiana”, para designar todas esas formas de violación de leyes y normas, a falta de sanción convertidas en rutinas legales, como las que ofician a diario automovilistas, peatones y motorizados que cruzan con el semáforo en rojo, o estacionan o transitan sobre las aceras, la de los buhoneros que acaparan y venden más caro los productos que escasean, o los empleados de líneas aéreas del Estado que por un sobreprecio de 15% o 20% hacen el milagro de conseguir un asiento.
La anomia es un concepto de la sociología utilizado para designar una situación en la que las reglas sociales se han degradado o ya no son respetadas por los integrantes de una comunidad al punto de que no hay capacidad colectiva para distinguir entre lo correcto y lo incorrecto, lo legal y lo ilegal, los derechos y los abusos. La violencia y la delincuencia en Venezuela evidencian la condición anómica creciente de una buena parte de nuestra sociedad.
El asunto es grave. Tanto que en su página semanal, en el diario Últimas Noticias, a propósito del enfrentamiento entre Cicpc y colectivos, José Vicente Rangel, periodista oficial y miembro de la cúpula en el poder, escribió que estamos ante “una situación en la que la delincuencia común y la policial se dan la mano, producto de un grave proceso de retroalimentación cuyo efecto más acusado es el descrédito de la institucionalidad”. Y agrega: “…confieso que me alarma que se subestime el fenómeno. Que se le soslaye para atender otros problemas que, si bien son importantes, no tienen el efecto letal de éste”. Una amenaza a la nación. Roja y no roja.