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Vergüenza por culpa de otros

Uno de los más altos honores que yo he tenido en mi vida es el haber sido guardia.  Y siempre lo proclamé con orgullo dentro y fuera del país.  Ya no más.  Ahora, cuando en algunas conversaciones alguien me identifica como tal, yo declaro muy enfáticamente: “Pero de los de antes.  Cuando la Guardia Nacional era de Venezuela, cuando era una institución querida, reconocida y respetada por todo el mundo; la de ahora no es la mía porque es solo la de un partido, y es despreciada y odiada por el gran grueso de la población”.  Algo similar me toca aclarar cuando alguien me presenta como general.  De una vez salto a especificar: “De los de antes, de los de antes, cuando se requería currículum y estar bien colocado en el escalafón para recibir ese grado; ahora pareciera que lo que deben tener es prontuario y estar entre los últimos de los cuadros de mérito; da la impresión que los escogieran del fondo del barril…”  Explico el porqué de mis salvaguardas.

Lo que se ha visto por mucho tiempo, desde hace varios años, es una organización desmandada, que se solaza en el daño que hace a los demás, sin importar sexo, edad o condición.  Aun cuando ha transcurrido el tiempo, fresca en la mente de todos nosotros está la escena del guardia rompiéndole con la culata del fusil, usado como bate de béisbol, y sin razón alguna los vidrios a varios carros estacionados en una calle.  Nadie puede olvidar la actuación de un guardia golpeando con el fusil, hasta dejarlo tendido en el suelo, a un señor mayor de edad, a alguien que solo estaba circulando cerca del bilioso uniformado.  Hace poco circuló con profusión por las redes sociales las fotos de un oficial que sirve en El Tigre y que golpeó inmisericorde a otro indefenso anciano con uno de esos bastones policiales que están de moda, que tienen una segunda empuñadura en ángulo recto con el largo del garrote.  Y lo peor es que lo usaba de modo que los golpes los daba con esa protuberancia, para causar más daño.  Ahora, durante las protestas de la semana pasada, fue notorio el descomedido empleo de la violencia —creyendo que así iban a intimidar a la población, pero se cayeron de un coco— en todas las manifestaciones.

Expongo dos casos de empleo insensato, ilegal y rabioso de la fuerza.  Y de la falta de control —o, peor aún, la emisión de órdenes irascibles— de los comandantes que actuaban sobre el terreno.  Uno: aun sabiendo que lo que hacían era indebido, entraron a sangre y fuego en el campus de la Universidad de Carabobo, maltrataron a personas que nada tenían que ver con la protesta y causaron fuertes daños a la planta física.  Solo cejaron al ver que el escándalo llegó en pocos minutos hasta todos los rincones del país.  Ahí sí salió, primero, el gobernador de Carabobo —el más gris, aunque el más ladino, que haya tenido el estado en toda su historia— a rasgarse las vestiduras, como que si no fuese quien prohijó el hecho; y, después, el comandante general del cuerpo, el tal Benavides, a dar unas declaraciones reconociendo la violación del recinto universitario y los excesos de sus subordinados.  Debe ser que se le olvida que fue precisamente por la excesiva violencia con la cual él actuó en la Avenida Libertador de Caracas en contra de otra manifestación que el pitecántropo barinés ordenó que lo ascendieran a general.

Dos: eso de entrar a saco en un centro comercial con la excusa de perseguir a manifestantes que buscaron refugio dentro de él es de una insensatez mayúscula.  Quien ordenó tanto eso como el lanzar granadas lacrimógenas dentro de ese ambiente cerrado —cuyo aire acondicionado llevará los gases hasta el último rincón— debe ser un enano mental.  Causar una estampida entre los usuarios del centro, sin importar cuántas lesiones puedan recibir las mujeres, los ancianos y los niños que, indudablemente, estaban allí y nada tenía que ver con los acontecimientos, no puede ser sino obra de un inane o de un paranoico.  No se justifica que para intentar detener a los 30-40 manifestantes, se ponga en peligro la vida y la tranquilidad de varios cientos de personas.  Si es que era tan importante detener a esas personas —que, repito, ya estaban en huida—, ¿no era preferible establecer puntos de control en cada una de las salidas y proceder sistemáticamente a la verificación de identidades?

Como esas, muchos compatriotas pudieran informar de los  cientos de espoliaciones, salvajismos, sañas, cometidos por unos uniformados que uno no sabe dónde se graduaron, ni qué calidad de comandantes tienen.  Pero se me acaba el espacio.  Solo me queda el suficiente para declarar que esta no es mi Guardia; es otra, muy disminuida a pesar de toda la parafernalia con la que se la ha dotado.  Que no tiene ascendiente alguno sobre la población.  Pero, como explica el refrán, la culpa no la tiene el ciego sino quien le da el garrote. Los mandos, desesperados por ponerse en unos “haberes”, aceptan cuanta orden insensata reciben; sin meditar acerca de la legalidad de estas, ni sus implicaciones cívicas, ni de las consecuencias que podrán acarrearles a los ejecutantes de cara al futuro, siendo que está vigente el Estatuto de Roma.

Esa no es mi Guardia.  La de ahora está comandada por unos que se lo pasan haciendo la dieta de la naranja: chupa media por la mañana y media por la tarde…

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