Venezuela no se arregló, pero no hay que alegrarse por eso
Venezuela no se arregló ni en el plano económico ni en ningún otro.
Lo sucedido con el nombramiento del nuevo TSJ, la imposibilidad de restablecer las negociaciones en México, la violación continua de los derechos humanos, entre los que debe contarse los del periodista Roland Carreño, o la situación de desamparo en la que se encuentra la etnia Yanomami, acosada por la Guardia Nacional, representan solo algunas muestras de la precariedad institucional existente. El colapso de los servicios públicos, especialmente de la electricidad en esta temporada de lluvia que apenas comienza, muestra la infinita incompetencia del gobierno para resolver problemas elementales de la vida cotidiana. La paradoja resulta tan insólita, que han aumentado las precipitaciones, pero la gente se queja porque en los hogares el agua llega por el techo y el piso, pero no por las tuberías. El trajín diario de los venezolanos es un vía crucis.
En el terreno económico, es verdad que han repuntado algunas actividades. Se han incrementado las importaciones de alimentos, bebidas alcohólicas, electrodomésticos, línea blanca, productos electrónicos y otros bienes manufacturados. Los puertos han alcanzado un moderado dinamismo. En varios sectores de Caracas, han proliferado los restaurantes y los sitios de encuentros casuales. En la capital, el tráfico automotor se ha intensificado porque la producción doméstica de gasolina se ha elevado y, en consecuencia, la distribución se ha extendido.
Sin embargo, los ‘motores de la economía’ –expresión de la cual el gobierno abusa- están apagados o marchan a cámara lenta. Las grandes construcciones se encuentran paralizadas. Incluso las iniciadas cuando Hugo Chávez vivía. El metro hacia Guarenas, la renovación del tendido eléctrico, la red ferroviaria nacional, la continuación de la autopista desde Caracas hacia el oriente del país. Nada de eso ha continuado. Las vías de penetración agrícola, la edificación de nuevos silos y hasta el tercer puente sobre el río Orinoco, forman parte de los proyectos inconclusos, pero en los cuales el gobierno invirtió enormes fortunas que fueron a parar en los bolsillos de los enchufados. En Venezuela, desde hace muchos años no se construyen nuevas autopistas, largas carreteras u otras vías de comunicación, ni se les hace mantenimiento preventivo a las existentes. La época en la que el Gobierno levantaba más de cien mil casas por año forman parte del pasado democrático. La industria automotriz –encadenada a numerosas actividades que generan abundante empleo, entre ellas la industria del vidrio- se pasmó. Apenas unos cuantos vehículos de paseo y de carga se ensamblaron el año pasado. Este año va por el mismo camino.
La nación se encuentra a años luz de volver a contar con un cinturón industrial como el que recorría Aragua y Carabobo, en la zona centro norte costera. O en Guayana, polo de desarrollo, donde la CVG actuaba como bujía del crecimiento de toda la región. Ni siquiera la industria petrolera, de la cual vive el gobierno de Maduro, muestra signos de recuperación sostenida. En la actualidad, la producción de crudo es menos de la tercera parte de cuando Chávez asumió la presidencia de la República.
La economía bajo el mandato de Nicolás Maduro se arruinó. De esta calamidad la oposición no debe alegrarse. Constituye una tragedia que el país se haya empobrecido, que la depauperación de amplios sectores de la población continúe, que el éxodo de venezolanos jóvenes y en plena capacidad productiva no se detenga, y que el entorno que rodea a la inmensa mayoría de los ciudadanos se caracterice por la degradación y la desesperanza.
El cuadro de miseria generalizado hay que modificarlo. La oposición no debe temerle a que durante los dos últimos años, después de una prolongada caída, se haya producido un rebote que ha permitido crear la burbuja de crecimiento económico que ahora se aprecia.
Nicolás Maduro alardea con ese modesto repunte. Pide para sí el Premio Nobel de Economía. En realidad, habría que entregarle el de Química por haber convertido el bolívar en materia fecal. Después de pasar años ignorando los consejos de los economistas más sensatos y de haber cometido todas las torpezas y desatinos que se le ocurrieron, comenzó a abandonar el socialismo del siglo XXI y a dejar que la actividad económica fluyera de acuerdo con su propia dinámica, sin controles de precios ni de cambio, sometida a la ley de la oferta y la demanda, y en un marco de relativa libertad. Maduro se ha dado cuenta de que la economía de mercado no es tan mala como los cubanos le dijeron y que para exhibir algunos logros frente a propios y extraños, debía liberar un poco las amarras que sujetaban el aparato productivo a un ancla tan pesada como el estatismo y el intervencionismo desmedidos.
Estas muestras de pragmatismo y sensatez le han proporcionado cierto alivio a Maduro y a la gente. La oposición tendrá que comportarse al igual que las fuerzas opositoras en todos los países del mundo: deberá fortalecer su organización y el contacto con los intereses ciudadanos, y dotarse de propuestas atractivas que cautiven a la gente. Aquí residen los retos.
@trinomarquezc