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Venezuela anómica

Pero todos saben en Venezuela de que no se trata de un caso de excepción sino, aunque parezca pavoroso, de perfecta normalidad

Cientos, miles de personas son asesinadas en calles y casas venezolanas. De vez en cuando el cuchillo artero o la bala mercenaria alcanza a algunos personajes públicos. Puede ser una Miss como Mónica Spear o un político popular como Robert Serra. Entonces el país se conmueve y llora. Dura poco. La cosa sigue igual, nadie hace nada en contra, el gobierno menos, y los cadáveres continúan atestando los patios de la morgue. Al comenzar cada día, los medios dan a conocer la cantidad de asesinados como si fueran los números de la quiniela.

Todos saben que el crimen se ha apoderado de las calles y de que hay territorios controlados por maleantes, dirigidos no pocas veces desde las mismas cárceles. Y todos saben también que Venezuela es un país socialmente desarticulado y políticamente polarizado, es decir, uno que padece dos alteraciones colectivas –disociación y polarización- que si fueran individuales, bastaría para encerrar a alguien en una clínica.

Naturalmente, el concepto “sociedad” no pasa de ser en Venezuela un significante vacío; o un simple recurso retórico. Como la palabra “hampa” que de tanto ser usada ya no dice nada. “A mi sobrino lo mató el hampa” ya es casi lo mismo que decir “el pobre se murió de una pulmonía”.

Una sociedad en estado de no-sociedad es una alteración diagnosticada por la sociología clásica con el término “anomia”. El término fue acuñado por Emile Durkheim y ha hecho exitosa carrera en los institutos de sociología. Anomia, en su acepción más general, define un estadio de desintegración entre normas y leyes con respecto a las conductas de los habitantes de una nación.

Importante es destacar que anomia no es igual a pobreza. Por cierto, la anomia encuentra condiciones óptimas para desarrollarse allí donde impera la pobreza extrema, o miseria. Sin embargo, hay naciones pobres que no son anómicas. Bolivia, por ejemplo, es un país pobre, pero el complejo tejido de unidades étnicas, y el enorme peso del sindicalismo obrero, hacen imposible hablar de una nación anómica. Venezuela, caso opuesto, está lejos de ser, aún bajo el imperio del «socialismo del siglo XXl», una de las naciones más pobres de la región. No obstante, es la más anómica de todas.

En sentido estricto tampoco la anomia es sinónimo de alta criminalidad. La criminalidad puede llegar a ser una de las consecuencias más visibles de la anomia, pero no es su condición necesaria. Criminales hay en todos los países del mundo y como tales son designados aquellos que viven al margen de la ley. La diferencia es que en los países anómicos los criminales no viven al margen pues en ellos cumplir la ley es la excepción y su no acatamiento es la regla. El caso de Venezuela es aún más grave. Allí las leyes son órdenes que emanan desde el gobierno, es decir, la anomia ya alcanzó al, y viene desde el, gobierno. Es un caso único en América Latina.

En la Venezuela de hoy alguien puede ir preso sin haber cometido ningún delito (caso López, entre tantos). Más todavía, Venezuela debe ser uno de los pocos países del mundo en el cual sus autoridades dictaminan sentencias sin que existan investigaciones y juicios previos.

“Te voy a meter preso” era una de las frases preferidas del presidente muerto, quien, además, las cumplía. Sus herederos continúan el ejemplo. El caso del capitán Cabello es prototípico. Cuando se refiere a Capriles lo llama “el asesino Capriles” y todos sus seguidores piensan que referirse así a un gobernador elegido por alta mayoría es lo más natural del mundo. En un país no anómico, en cambio, Cabello habría sido destituido por calumnia, difamación y uso indebido de poderes.

Si hubiera que comparar la anomia con un fenómeno biológico podría decirse (aunque con cuidado) que la anomia es lo más parecido a un cáncer con complejas ramificaciones. En ese sentido Venezuela representa un caso de anomia radical. Por una parte, su condición rentista determina que gran cantidad de personas profiten bajo el alero del “Estado Mágico” (Coronil) sin crear entre sí relaciones sociales. Así, Venezuela ya no es, como son la mayoría de los países del mundo, un “estado-nación”, sino exactamente lo contrario: una “nación-estado».

Por otra parte, la anomia venezolana -hasta la llegada de Chávez, una característica social- se ha transformado bajo el chavismo en anomia política, fenómeno nunca imaginado por Durkheim. Esa es la razón por la cual el Parlamento, la Justicia, así como los organismos estatales, incluyendo al Ejército, no adecuan su funcionamiento a la Constitución sino a decisiones de la cúpula estatal. El gobierno, bajo estas condiciones, no gobierna; solo manda. El gobierno es una simple jefatura.

Podría pensarse que la radical anomia política que vive Venezuela es resultado del avance populista producido por el chavismo. Sin embargo, si analizamos al fenómeno populista venezolano, tendríamos que concluir en que eso no es así. La razón es que el populismo es una forma de integración (Laclau) y no de desintegración política.

El populismo es una forma de la política. Una entre otras. Luego, lo que hoy comprobamos al observar el modo de funcionamiento del gobierno Maduro, no es un avance del populismo, sino su misma desintegración. Maduro es un gobernante anómico que no sigue el llamado de masas organizadas sino a una camarilla (oligarquía estatal) que actúa de acuerdo a su propia lógica. En ese sentido el Estado termina por convertirse en una mafia entre otras. El concepto “Estado mafioso” sugerido por Moisés Naím, calza perfectamente con las características del Estado venezolano a partir de la era Cabello/Maduro.

El concepto de anomia tampoco se refiere a una ausencia de democracia. Hay países no democráticos que no son anómicos. La integración social destinada a conformar una sociedad políticamente constituida es solo una posibilidad. Dictaduras militares, teocracias, e incluso sistemas tribales, pueden fungir también como formas de organización anti-anómicas. No es el caso del régimen de Maduro.

Cierto es que la ausencia de integración social y política ha sido intentada superar por Maduro con la instauración de un culto idolátrico a Chávez, pero ese objetivo interpela, cuando más,  a los sectores más duros del chavismo, no a toda la nación.

Por último debe ser dicho que la anomia se refiere a un fenómeno de desintegración nacional, pero no a la de grupos particulares. Los colectivos armados, los para-militares y los grupos clientelísticos que rodean al gobierno de Maduro, se encuentran muy bien organizados en sus interiores. Cada uno posee sus normas, sus códigos y sus relaciones de lealtad. Para decirlo de modo simple, en el mundo de la anomia cada organización trabaja por su lado, sin atender a la totalidad. Que entre estos diferentes grupos hay rivalidades e incluso ajustes de cuentas, es una verdad inapelable.

Así como ocurre con los trastornos individuales en los cuales la desintegración del alma se expresa de modo sintáctico (pérdida de la relación entre significantes y significados vigentes), en el caso de la anomia también tiene lugar una pérdida de la relación entre las palabras y las cosas. Las frases, medios de la política, pierden coherencia; cualquiera afirmación puede ser verdadera o falsa; nadie puede confiar en lo que se dice. El ejemplo viene de arriba.

Sin seguir el lema “gobernar es educar”, lo cierto es que los personajes públicos, sobre todo los políticos, son un ejemplo para sus seguidores. De este modo, si un presidente miente e insulta sin continencia, su ejemplo tendrá imitadores. Como suele suceder, al ser insultados, algunos opositores responderán con la misma moneda. Llegará así el momento en que el clima estará tan enrarecido que la práctica política se convertirá en algo imposible. Eso es lo que busca, y con insistencia, el régimen de Maduro.

La política es antes que nada su discurso. Sin discurso político no hay política. El chavismo, pero sobre todo el post-chavismo, ha terminado por destruir a la gramática de la política.

Sin política, la sociedad no puede constituirse políticamente. Allí donde no hay política solo impera la violencia; allí donde hay violencia solo triunfa la muerte. Quién sabe si la muerte del joven Serra es el triunfo de la anti-política, es decir, de la anomia política impulsada por el propio gobierno militar. Solo si partimos desde esa premisa podemos entender la brutal agresión llevada a cabo por Maduro en contra de la persona de Jesús Chuo Torrealba.

Torrealba es uno de los políticos más correctos y queridos de Venezuela. Pero Maduro, sin mediar ofensa alguna, más todavía, inmediatamente después de que el representante de la MUD hubiera extendido sus condolencias al PSUV por la muerte de Serra, lo insultó con el epíteto de “basura”. Así no más. Como si nada.

Fue en ese momento cuando Chuo Torrealba mostró toda su clase política. Podría haber calificado de cobarde a Maduro pues este lo insultó guarecido detrás de sus esbirros, no cara a cara como hacen los hombres de verdad. Muchos esperaban esa reacción. Pero Torrealba no contestó con otra agresión. Por el contrario: intentó entender, casi de un modo psicoanalítico, la indigna ofensa de quien ejerce el cargo presidencial. Dejó en claro, además, que Maduro está desesperado, muerto de miedo. Que mientras el país se hunde en una crisis económica sin parangón, el mandatario busca destruir la política con sus palabras de odio persiguiendo el objetivo de reemplazarla por una confrontación violenta, es decir, por la anomia total. Maduro es definitivamente una víctima de sí mismo. O de su propia anomia. O quizás de Cabello, digno sucesor, no de Hugo Chávez sino de Mario Silva, el injurioso de La Hojilla, el predicador de la anomia final.

La verdad, mirando desde lejos el panorama venezolano, uno termina por llegar a la conclusión de que derrotar políticamente al gobierno de Maduro será una tarea fácil comparada con la inmensa tarea que significará devolver al país el don del habla, el discurso político, el imperio de la ley y la práctica diaria de la decencia cívica.

Nota: Sobre el concepto de anomia ver:

Durkheim, Emile, La división del trabajo social, Ediciones Akal, Madrid 1987

Durkheim, Emile, El Suicidio, Ediciones Akal, Madrid 1989

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