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Una década perdida

A cinco años del inicio de la segunda década de este siglo, me he topado con este artículo que preparé para hacer una reflexión sobre el cumplimiento de la primera década, no solo del siglo, en el caso de Venezuela, sino del inicio de un capítulo abominable de la historia de América Latina. Entonces no tenía certeza, como siempre ocurre, de qué me deparaba el destino. Hoy me animo a compartir estas notas que nunca fueron publicadas desde el exilio. Las que escribí sin sospecha alguna de la vigencia que conservarían un lustro después. La conseja popular afirma que muerto el perro se acaba la rabia. En el caso de Venezuela parece que es otro el cantar.

Hemos dejado atrás la primera década del siglo XXI, ya esta centuria no es una novedad. Las cosas bautizadas en su nombre ya no evocan la idea de futuro.

Si soy afortunado, la providencia me dejará presenciar si acaso hasta el cumplimiento de su primera mitad. Envejeceremos juntos este siglo y yo, pero él me verá pasar a otra vida.

No pocas cosas han ocurrido ya sin embargo en esta primera décima de su andar. Los hombres han visto importantes progresos, quizás más en forma de cambio de paradigmas que en avances tecnológicos o descubrimientos. Todas las cosas que hoy están dominando la manera de relacionarnos y de conducir nuestras actividades, son más maduraciones de los grandes inventos del siglo XX que novedades de éste: la telefonía móvil, el internet, las comunicaciones en general, están cambiando completamente la manera en que hacemos cosas que ya hacíamos: viajar, comprar, aprender, hacer negocios, o la guerra (si es que ésta no es una extensión de esos).

Pero aunque esas prácticas han penetrado en Venezuela de una manera significativa, hay que reconocer con pesar que las bases primarias sobre las que esas facilidades se apoyan, y que se toman por garantizadas en cualquier país que tenga su nivel de desarrollo, presentan un estado de fragilidad y deterioro insólito para una economía que en teoría ha incrementado su PIB en un orden de magnitud durante estos 10 años. La culminación de ésta década para Venezuela, es un bestiario de casi todas las plagas posibles. Se torna en extremo difícil hacer retórica frente a un cuadro tan contundente: récords continentales y mundiales: criminalidad, muertes violentas, inflación, violación de derechos humanos, corrupción e importaciones; a la vez que el país presenta muy pobres indicadores, también ubicados en posiciones muy destacadas, en capacidad para producir bienes y alimentos, funcionamiento de los servicios públicos y empleo. Específicamente en el caso de los servicios, energía eléctrica y agua. El gobierno ha iniciado un radical programa de racionamiento bajo el supuesto de que las condiciones climáticas creadas por el calentamiento global (del cual Estados Unidos es responsable) han puesto al país en esa situación, mientras que en ningún país vecino se vive semejante situación. Curiosa localización de condiciones climáticas. Lo cierto es que la represa del Guri, fuente de mas de la mitad de la energía que se consume en Venezuela, se encuentra en niveles críticos históricos, pero también cierto es que en 10 años no se puso en servicio ninguna capacidad de generación adicional de magnitud relevante o si quiera equivalente al peor quinquenio de los 8 anteriores.

Los hechos son muy contundentes, no obstante asistimos a uno de los casos de hipnosis colectiva más insólitos de la historia. Y para ello el gobierno de Hugo Chavez ha echado mano de los mejores recursos de ilusionismo que el dinero puede comprar. Pocos países en el mundo recibieron tanto dinero por habitante en estos diez años como Venezuela, y si no es en infraestructura orientada a mejorar la calidad de vida y la competitividad, sí ha sido en montar una formidable plataforma de medios, relaciones públicas y lobby destinada a crear la ilusión de que el país latinoamericano vive una hermosa revolución que está llamada a parir el «hombre nuevo».

Curiosamente, los aliados internacionales seleccionados para asistir este noble advenimiento, son aquellos que por sus prácticas y métodos de control social y auto preservación en el poder, han sido bautizados por la fundación Freedom House como «neoautoritarismos». Junto con Venezuela están Bielorrusia, Iran, Cuba (que por su aprendizaje es el laboratorio de muchas de estas prácticas), nor Corea y algunas democracias monárquicas africanas.

El mensaje, que tiene muy poco de novedoso, ha sido bien confeccionado, mejor puesto en escena y comunicado con gran potencia. Para reiterar los familiares planteamientos de la creación del enemigo externo y la idea de que sólo el líder iluminado puede guiar al pueblo afligido a un destino de «máxima felicidad», el gobierno venezolano cuenta con una presencia casi hegemónica en medios escritos, radioeléctricos, internet y exteriores. No hay rincón del país, por más recóndito que sea, que no cuente con afiches o grandes vallas que muestran a Hugo Chavez en los roles más disímiles, vestido de médico, con casco de obrero, pensativo mirando a lo lejos con la mano en el mentón y los ojos entre cerrados, montando a caballo, cargando bebés. En realidad sólo faltaría un motivo en el que él apareciera en moción saltarina guiando a una multitud mientras toca la flauta.

La omnipresencia mediática ha sustituido a las estatuas de bronce. Pero hay mucho más material publicitario dedicado a vender el socialismo, antes denominado «del siglo XXI» pero ahora sólo en su denominación genérica. Quizás fueron los primeros en notar que para cuando lograsen implantar el sistema, no habría nada de novedoso en la referencia de la marca. En las piezas de campaña se aprecian lemas como «En el Socialismo las grandes obras las haces tú».

Pero parece que por más y mejor publicidad que se les haga, ciertos productos simplemente no calan en los mercados a los que se destinan; el concepto de socialismo criollo, incluyendo a los que lo entienden como algo distinto a los atributos que éste tiene, como: «ser rico es malo» y la satanización de la propiedad privada, solo es aceptado por menos de 30% de la población.

No es que esto fuera imprevisto para el gobierno. A medida que ha ido echando raíces el descontento, a medida que los trucos de los actos de magia han ido siendo descubiertos, el ámbito oficial se ha afianzado en todos los aspectos de la vida pública, ha desmontado la funcionalidad del sistema de poderes autónomos y ha construido un aparato de represión de gran poder a falta de mucha eficiencia.

Es posible que para marcar el hito de la década con la celebración de la séptima parada comicial, esta vez, para la Asamblea Nacional, haya que poner más énfasis en las herramientas menos elaboradas del neoautoritarismo y dependiendo de como se vea el efecto de la hipnosis haya que recurrir a una ruptura de las formas, poniendo en marcha, ahora sí, los mecanismos clásicos de las revoluciones.

El gobierno venezolano no está diseñado, ni preparado, ni dispuesto para la alternabilidad. Ni siquiera para el co-ejercicio del poder, de modo que en la medida que se debilita su apoyo popular, lo que en un sistema regular sería el advenimiento de una coalición o de un cambio de gobierno, en este caso será una crisis política.

Venezuela marcará el hito de la década con la constatación de estar detenida en el tiempo, como si hubiese caído en coma y una pequeña vida hubiera sido echada en saco roto, una tragedia solo posible de ver en los casos de cruentas guerras. Más aún bajo la incertidumbre de enrumbarse a la segunda década del siglo debatiéndose entre continuar languideciendo en un cuadro de autocracia narcicista o iniciar un incierto camino de retorno a la recuperación de las instituciones con una sociedad dividida y ahogada en rencores y frustraciones.

Parece un dilema pero en realidad es un planteamiento simple. Los hombres no fueron creados para vivir sojuzgados al capricho de una minoría que pretende imponer un modo de vida que ni siquiera practica. Habrá que retomar los espacios perdidos de libre albedrío, o de la manera incruenta pero tediosa que plantea el «concierto de las naciones» o al costo clásico de las guerras. No hay otros caminos.

Quienes se planteen el compromiso de alistarse en las filas de la vuelta al reino de las instituciones deberán sí, entender al menos dos cosas: que quienes detentan el poder y tienen gran control del estado general de las cosas no se irán ni entregarán parte de ese control sin ánimos de destrucción; ya lo han demostrado sobradamente. Y que no son más sólo un grupo caprichoso que asaltó una nación aislada sino que por el contrario conforman una extensa y poderosa liga que tiene un gran interés en que ese estado de cosas en Venezuela se mantenga.

Son las condiciones del terreno que a veces quienes candidamente dedican sus días a salir de esta ignominia parecen no calcular. Lo demuestran por ejemplo cuando se enrolan con gran entusiasmo en las escaramuzas que caracterizan la política de la normalidad, para ubicarse en los puestos de contienda electoral. Creen que hay espacio para simular una conducta excepcional mientras maniobran de forma clásica, como el gato que le presenta valiente plantada a un perro que está amarrado. Pero este mastín napolitano está suelto. No hay espacio para el danzón. Es momento más bien de proceder como recetaría Von Clausevitz. Entendiendo que si no se aparta la mirada de la meta, toda parada, desvío o revés no constituye más que una anécdota.

Tres son las tareas tácticas que aúnan la estrategia: perfeccionar la unidad para el evento electoral, castigar al hígado debilitado de la mediocridad gerencial del gobierno, y levantar una barrera que haga impagable el costo de abortar la cita comicial.

Ganada esa batalla, el curso de la gesta llamada bolivariana en modo ruin, habrá ojalá virado del mismo modo que en sus tiempos marcaron Borodino y Stalingrado.

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