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Una ciudad inventada

La primera vez que llegué a Cartagena fue por el año de 1984. Eran tiempos de negociaciones por la paz en Nicaragua, en las que el presidente Belisario Betancur se empeñaba, y tras una visita mía a Bogotá me invitó a que pasara con Tulita, mi mujer, un par de días en la casa del Fuerte de San Juan de Manzanillo para que conociera aquella ciudad que seguía siendo mentira en mi cabeza mientras no traspusiera sus murallas, y nos confió a los cuidados de Gabo y Mercedes.

Fueron un par de días de felicidad provisional mientras a lo lejos, a través del mar Caribe, la tormenta sombría y violenta de la guerra civil se cernía sobre Nicaragua. Fuimos de un paraje a otro de la ciudad que contemplamos el primer día desde las alturas del fuerte de San Felipe de Barajas, donde nos fotografiamos los cuatro, una foto en la que está también Germán Vargas tan fraterno y sonriente, y esa noche tuvimos una velada en casa de Alejandro Obregón en la calle de la Factoría al lado de la muralla, el pintor con sus patillas rubias como un capitán de fragata, y allí nos dio el amanecer entre historias de asombro y jolgorio, una de ellas de cuando en una fiesta Obregón se había tragado un grillo chino que se paseaba, prendido de una cadena de oro, por el corpiño de la anfitriona.

El olor salino del mar que se confundía con el de la bosta de los caballos de las carrozas descubiertas, las cúpulas y tejados, ventanas enrejadas con tiestos de flores, balcones de madera con vidrieras y balaustradas de madera como encajes de Flandes, bares en penumbra y patios hondos convertidos en restaurantes, los carros de frutas y los marchantes que te sonsacan para comprar esmeraldas a precio de baratijas en las joyerías cercanas, las barberías de pláticas sin fin que sobreviven entre las boutiques de lujo, el misterio de una sala en penumbra tras una celosía, y los rebaños de turistas de shorts, camisetas coloridas y sandalias.

Desde entonces siento que nunca terminaré de descubrir esta ciudad, imposible de desentrañar porque las capas de que está compuesta son como las de una cebolla infinita, de modo que llegar a la siguiente puede tomar años de nuevas exploraciones y nuevos descubrimientos, en el aire un eterno vallenato que cuenta historias y cuenta la historia, la antigüedad empozada como en una cisterna de aguas oscuras.

En el siglo dieciocho la costa del Caribe de Nicaragua estaba más cerca de Cartagena, desde luego que existía un tráfico marítimo que cubría también los puertos de La Habana y de Portobello, mercado de esclavos los tres, y una estrategia común de defensa contra las incursiones de los piratas y los asedios de los galeones ingleses armados en corso, que empezaba por la construcción de fortalezas diseñadas por los ingenieros militares españoles.

Fue por esa razón que el comandante José de Herrera y Sotomayor, teniente y capitán del batallón de la plaza de Cartagena, y probado ya en acciones contra los ingleses, fue designado en 1753 comandante de la fortaleza de La Inmaculada y Purísima Concepción situada en el curso del río San Juan en Nicaragua, por donde bucaneros y corsarios buscaban penetrar hasta las ciudad de Granada, junto al Gran Lago.

Las crónicas, que a veces parecen hijas de la invención, de lo que Gabo dio tantas veces cuenta, dicen que siendo viudo el comandante, se llevó a su hija Rafaela, de diez años; y en la fortaleza erigida en un recodo desolado del río, en medio de la selva, le enseñó diversas artes de guerra, entre ellas el manejo del cañón, con lo que, al poco tiempo, “con alguna propiedad y acierto lo montaba, cargaba, apuntaba y disparaba”.

El padre enfermó de fiebres malsanas, y la siguiente vez que los ingleses atacaron el castillo desde sus bergantines al amanecer del 29 de julio de 1762, su cadáver estaba siendo velado en la torre del homenaje. La niña asumió entonces la defensa, negó a los corsarios la rendición que demandaban, y a las once en punto de la mañana disparó un cañonazo que descalabró la nave capitana matando a no pocos oficiales, lo que minó la moral de los atacantes, más aún cuando la niña mandó crear un fuego griego con unas sábanas empapadas de alcohol que navegaron río abajo alzando llamas, lo cual apuró su desbandada.

Le conté esta historia a Gabo y la tomó, por supuesto, por cierta. Para él no resultaba nada extraño que una niña de diez años fuera una artillera de puntería infalible, y de genio militar suficiente para fabricar un fuego griego que pusiera espanto en las filas enemigas.

Él volvería en Del amor y otros demonios sobre la historia de otra niña de edad parecida, Sierva María de Todos Los Angeles, mordida por un perro rabioso cuando iba a cumplir sus doce años. Las dos historias son de la segunda mitad del siglo dieciocho, y aquel cañonazo de Rafaela resonó, a lo mejor, en la misma fecha en que Sierva María empezaba el calvario de su desgracia.

Eran tiempos de asedio no sólo de los piratas y corsarios, sino también de los prejuicios insalvables, tan gruesos como las murallas de Cartagena, inflamados por el Santo Tribunal de la Inquisición que perseguía a herejes y culpables de brujería y tratos con el demonio, y la rabia era considerada diabólica.

El cabello de la inocente endemoniada siguió creciendo después de su muerte, y cuando siglos más tarde la piocha del albañil rompió su féretro, aquella “cabellera viva de un color de cobre intenso se derramó fuera de la cripta”. Medía exactamente veintidós metros con once centímetros.

La ciudad detrás de las murallas sigue siendo mentira, mientras sus laberintos se multiplican en la memoria, una ciudad mágica más allá del lugar común, inventada por Gabo, y que se sigue inventando sin fin a sí misma.

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