Un último adiós al Papa Francisco

Hoy vimos la misa litúrgica y el homenaje que se le dio al Papa Francisco en la Plaza de la Basílica de San Pedro en Roma.
Una misa solemne llena de detalles que nos recuerdan la importancia de la Iglesia Católica, del Papa como figura líder y emblemática, y como jefe de Estado del Vaticano.
Una ceremonia sencilla pero profundamente emotiva, con el corazón de muchos algo encogido, y que nos llena de recogimiento, reflexión y gratitud por su vida de servicio.
Ver a los cardenales en fila en la nave central de la Basílica de San Pedro, a la entrada y a la salida del féretro que carga el cuerpo del Papa Francisco, a los jefes de Estado, las casas reales, los sacerdotes y religiosos, los fieles y las miles de personas allí presentes —más los millones que lo vimos por televisión—, fue un testimonio del alcance universal de su mensaje de humildad, esperanza y misericordia.
El silencio fue un lenguaje sagrado durante la ceremonia: un silencio profundo, respetuoso, casi sobrecogedor, que parecía envolver la Plaza y la Basílica como un manto de oración. No era un silencio vacío, sino un silencio lleno de amor, de admiración y de despedida.
Y cuando el féretro inició su trayecto desde la Plaza de San Pedro hasta la Basílica de Santa María la Mayor, el mundo acompañó con un respeto reverente. A lo largo del recorrido, el silencio era interrumpido a lo largo del camino por aplausos espontáneos: no eran aplausos de celebración, sino de agradecimiento, de reconocimiento, de amor. Cada aplauso era una oración, una lágrima transformada en sonido, una manera de decir «gracias» a quien durante tantos años fue pastor y guía de millones.
Uno de los gestos más conmovedores ocurrió en la Plaza: los encargados de portar el féretro, al llegar a un punto frente al pueblo reunido, se detuvieron e inclinaron solemnemente el ataúd hacia los fieles. Un gesto sencillo pero inmenso, que simbolizó el último saludo del Papa Francisco a su pueblo, una inclinación de amor y de bendición, como si aún en su partida quisiera acercarse una vez más a quienes había servido toda su vida. Era, también, una señal de humildad y de gratitud: un último acto de entrega hacia su Iglesia y hacia el mundo entero.
El Papa…
El Papa que eligió el nombre de Francisco para recordarnos la necesidad de cuidar a los pobres, a la naturaleza y a los más olvidados.
El Papa que tendió puentes entre religiones, culturas y generaciones.
El Papa que nos enseñó, con su sonrisa serena y sus gestos sencillos, que el poder verdadero es el del amor y la compasión.
El Papa que abrazó a los enfermos, que buscó la paz en un mundo dividido, y que nos recordó que la fe auténtica se vive en las acciones cotidianas.
Hoy Roma y el mundo entero se detuvieron. El eco de las campanas, los cantos sagrados, los silencios profundos y los aplausos del corazón… todo hablaba del agradecimiento a un hombre que supo ser siervo de todos.
Hoy no solo despedimos a un Papa; despedimos a un amigo de los que más sufren, a un pastor que caminó con su pueblo, a un testigo de la esperanza.
Su legado quedará para siempre en quienes creímos en su mensaje:
«Recen por mí», nos pidió siempre.
Hoy, Papa Francisco, rezamos por usted, y le damos gracias por habernos enseñado a caminar con fe, con humildad, y con amor.