Un mago de feria
Hace medio siglo, en 1967, Miguel Angel Asturias recibió el premio Nobel de Literatura, cinco años antes que su íntimo amigo Pablo Neruda, «por sus logros literarios vivos, fuertemente arraigados en los rasgos nacionales y las tradiciones de los pueblos indígenas de América Latina».
Tras tanto tiempo pasado, y mucha agua corrido bajo el puente de la literatura hispanoamericana, hay preguntas que no dejan de flotar en el aire: ¿el mundo imaginativo, y verbal de Asturias, está aún vigente? ¿El lenguaje que buscó inventar, sobrevive? ¿Es capaz de transmitirnos, en una relectura, algo nuevo? Los clásicos, dice Ítalo Calvino, son aquellos que admiten sucesivas lecturas, de una generación a otra, y siempre tienen algo nuevo que decirnos.
Invitado a hablar en el acto de inauguración de la Feria Internacional del Libro de Guatemala, dedicada a Asturias con motivo del aniversario del premio, cumplí con el ejercicio previo de releerlo, y de nuevo me sentí seducido por ese mundo asfixiante y cerrado de El señor Presidente, por la pirotecnia verbal de Hombres de Maíz, y la gracia picaresca de Mulata de tal.
Su afán de crear un universo verbal distinto del verdadero, aparece como una herencia del surrealismo que conoció durante su primera temporada en Francia en la década de los veinte, cuando fue a encontrarse en La Sorbona con los secretos del mundo maya que, paradójicamente, había dejado atrás en Guatemala. Un doble descubrimiento.
Asturias arrastró hasta el final esa doble cauda, como el alquimista que envejece recordando sus primeras cábalas y sus primeros asombros. Vuelve a sus instrumentos primeros de Leyendas de Guatemala, celebrada por Paul Valéry; y quién duda que a partir de entonces la visión europea del Caribe, y sobre todo la francesa, sería definida por ese pequeño primer libro, un reinado que habría de durar hasta la aparición de Cien años de soledad casi cuarenta años después.
Lejos de convertirse en una abstracción, el lenguaje en Asturias busca transformar las cosas concretas que va tocando; no sólo las evocaciones de la tradición indígena, y el acervo de mitos sagrados, historias y leyendas, sino lo que está en sus recuerdos visuales del país, paisajes, montes, cabildos, plazas, portales, cantinas, iglesias, y procura hacerlas brillar con deslumbres distintos.
Mano a mano con Alejo Carpentier hizo surgir en aquellos años de París esa aura que se llamó primero real maravilloso, y luego realismo mágico, y que está muy lejos de su ciclo político antimperialista de la Trilogía del banano: El papa verde, Los ojos de los enterrados, y Viento Fuerte.
En esa trilogía pone énfasis en la denuncia de la explotación y de la dominación, y del compromiso social con los oprimidos. Pero no es allí donde se encuentra su fortaleza narrativa, sino cuando sus personajes ganan complejidad y su escritura entra tanto debajo de la piel de los mestizos como de los indígenas enfrentados por la tierra.
El señor presidente es una novela sobre el poder absoluto del caudillo, la peor de las herencias que reflejan nuestra realidad rural, que está en nuestros orígenes y que sigue dominando nuestra historia. Pero Hombres de Maíz no refleja esa realidad rural, sino que lo encarna. Es su esencia y a la vez su escenario. Un mundo rural que no es exclusivamente indígena.
La Guatemala que entra en sus páginas es arcaica, y eso incluye, además de lo indígena, lo ladino. Su visión es la del ladino, lo que le permite explorar, recrear, y reconstruir el mundo indígena desde el lenguaje. O reinventarlo.
Ladinos e indígenas están arraigados en el territorio rural que comparten, y en el que chocan en un fuego cruzado de lenguas, pero quien entra a narrar ese territorio no puede excluir ni a los unos ni a los otros sin cometer un acto de mutilación.
El mundo rural de Asturias es un mundo derrotado, pero vivo, con todos sus rasgos del pasado que van acumulándose hasta dejarle encima una pátina de antigüedad, una costra de lodo, una capa de polvo, sobre las que luego se impregnará la sangre que aún hoy no se seca.
Este es el territorio cultural donde se encuentran los textos sagrados maya quichés, las lenguas indígenas en sus infinitas variantes, la lengua colonial de los cronistas, las tradiciones verbales, los cuentos de camino, los romances memorizados, el bullicio sonoro de las plazas y los mercados que también es verbal, junto a la vasta realidad de desamparo, atraso y miseria, segregación y opresión, y luego rebeliones, aldeas exterminadas, cementerios clandestinos.
Un escritor que busca entrar en este mundo para vivir en él, es por fuerza un mago callejero que bajo el sol crudo de la plaza en feria va sacando sorpresas del sombrero, una tras otra, sin amago ni pausas. El lector, al final de la experiencia, queda exhausto de invenciones, magias y sorpresas.
Asturias nos enseña que hay que contar la historia, aunque sea en sus crudezas, como los cuentos que se oyen de boca de los peones a la luz de la lumbre en las haciendas, o en las tardes de ocio en las barberías de los pueblos centroamericanos, en boca de los léperos irreverentes que recogen una historia inventada y la vuelven a inventar en un proceso sin fin.
Mulata de Tal es una fiesta verbal, que hunde sus raíces dichosas en la picaresca del siglo de oro. ¿Qué otra cosa puede decirse de una novela que empieza con la entrada de su protagonista, Celestino Yumí, a la iglesia de San Martín Chile Verde con la bragueta abierta, en plena misa mayor de fiesta patronal cantada por tres curas gordos, porque así se lo ha ordenado al diablo Tazol, con quien anda en pactos?
Y ése es el mejor embrujo y la mejor magia, la de los demonios burladores, brujos concupiscentes, compadres envidiosos, mulatas encandiladas, curas malandrines y sacristanes redomados, urdida en palabras que chisporrotean sollamando los cielos tal si el mundo fuera a acabarse en encantamientos.
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