Un día en el cajero
Actualmente, mucha de la cotidianidad de la población venezolana gira alrededor de los telecajeros, bajo cuyos dictados todos alguna vez nos hemos visto en la obligación de aguantar sol, lluvia, incomodidades, insoportables colas y hasta insultos, solo para poder satisfacer la necesidad de llegar hasta este artilugio dispensador de billetes y poder gozar de sus beneficios.
Cuántas veces no hemos asistido al desolador espectáculo del buen hombre equilibrado y sereno, que con el correr de las horas se va convirtiendo en un psicótico en ciernes, mientras ve trastornados sus planes a última hora de un viernes, pues algún anónimo funcionario decidió no colocar suficientes billetes en la maquinita, frustrando con ello unos días de descanso que en verdad prometían. O caso contrario en que la divina providencia nos favorezca y la santa liquidez monetaria interceda, queda entonces armarse de paciencia apenas ver la magnitud de la multitud que se alinea sigilosamente ante el dispensador de billetes.
No es raro toparse con el típico analfabeta tecnológico en la cola del telecajero; un individuo oscuro y tosco, a cuya espalda se va acrecentando más y más una cola que apenas recién comenzaba cuando él llegó, y que en el transcurrir de las horas, se ha convertido en una culebrérica línea que le da varias vueltas a la cuadra. Gracias a su errático performance en el manejo de los botones y la lectura de la pantallita, ha logrado en minutos revolver la bilis y afectar la psiquis de un grupo de personas que apenas unos minutos antes se encontraban en plena lucidez y en su sano juicio.
Una y otra vez repite la misma acción sin ningún resultado, vociferando al mismo tiempo sobre la inutilidad de los últimos adelantos tecnológicos en materia bancaria. Ya todos nos dimos cuenta, pero nadie se atreve a decirle, que el error es suyo e insiste en repetirlo: no saca la maldita tarjeta cuando se lo pide la máquina para poder retirar los billetes. El tímido intento de un buen samaritano por hacerle entender que el mensaje en pantalla “retire la tarjeta para poder dispensar su dinero”, no es solo por cortesía sino un mandato operativo, es repelido inmisericordemente. A la larga, ante el desespero general y al punto del linchamiento, es obligado a abandonar el sitio, escoltado por los guardias de seguridad bancaria.
Hay que ser justos: también el telecajero puede generar cadenas de solidaridad más emotivas que las de internet. Esto ocurre cuando la gente hace empatía instantánea con la viejecita temblorosa de turno, que llega temerosa a la máquina y empieza a preguntar toda nerviosa a la concurrencia cómo es que se usa ese aparato, justificándose en el Alzheimer que ataca sin contemplaciones cuando de apretar botones se trata.
Entonces, como si el ángel del Señor hubiera bajado a la Tierra, todos a una conectados en modo Fuenteovejuna, la cola en pleno va guiando a la santa señora por los vericuetos de la tecnología digital. Claro, es cuestión de paciencia, entendamos que es una viejecita en apuros, y que de estas cosas modernas solo entienden los más jóvenes.
Y en cuestión de minutos, la muchedumbre pasa de la calmosa paz a la tensión muscular con énfasis en la zona cervical, cuando la viejecita, luego de tomar nota de todas las bienintencionadas explicaciones de estas almas caritativas, muy oronda saca de su cartera un surtido variado de tarjetas de débito para probarlas allí mismo “porque sus nietos le pidieron el favor”. Y pensar que a esa misma viejita, yo fui el que le cedió el puesto.
@ElMalMoncho