Un circo en el destierro
La periodista Irene Selser vino a entrevistarme para el diario Milenio de la ciudad de México, con motivo del centenario de la muerte de Rubén Darío. En la conversación, derivamos hacia un tema que me atrajo desde el primer momento: un circo en el destierro, con todos sus acróbatas, malabaristas, contorsionistas, trapecistas, payasos. Y sus animales.
Irene me contó que había viajado hasta Camoapa, un poblado del departamento ganadero de Chontales, en persecución de esa historia. Allí se halla en estos días el circo Hermanos Gasca, mientras tanto no levante su carpa para dirigirse a otro poblado según el itinerario sin escapatoria que cumple dentro del país a lo largo del año.
Su intención era entrevistar a Renato Fuentes Gasca, el propietario. Pensé al principio que se proponía una nota de color sobre los circos andariegos que desde México se dirigen hacia Centroamérica y la recorren por entero, una vieja tradición que viene desde los tiempos del viejo circo Atayde; pero el asunto es otro: el circo Hermanos Gasca se ha quedado encerrado dentro de las fronteras de Nicaragua.
Es un circo de alguna envergadura. Desde niño uno aprende a medir la importancia de los circos por el tamaño de su carpa, y los más humildes no la tienen; sus funciones transcurren a la luz de la luna, y desde fuera, sin necesidad de pagar la modesta entrada, se pueden ver las vueltas de los trapecistas en lo alto de los parales. Pero la mejor medida son los animales. Mientras más exóticos y numerosos, mejor el circo. Los que son pobres contentan al público con perros bailarines, monos sabios, y cabras matemáticas capaz de sumar y restar con las patas.
Y la desgracia del circo Hermanos Gasca son sus animales. Igual que en México, en todos los países centroamericanos se han aprobado leyes que prohíben su presentación en las carpas circenses, conformes con la Declaración Universal de los Derechos del Animal, donde se establece que “todo animal perteneciente a una especie salvaje, tiene derecho a vivir libre en su propio ambiente natural, terrestre, aéreo o acuático y a reproducirse”, y que “las exhibiciones de animales y los espectáculos que se sirvan de animales son incompatibles con la dignidad del animal”.
La estricta aplicación de este precepto, ardorosamente defendido por las sociedades protectoras de animales, obliga a clausurar los circos, como ya viene ocurriendo en muchos países, y me temo también que los zoológicos entran en la prohibición, desde luego mantienen a sus especímenes en cautividad.
No deja de resultar paradójico que en países como Guatemala, Honduras y El Salvador, con tasas de homicidio estratosféricas, se cuide con tanto celo y pulcritud la vida e integridad de leones y jirafas, mientras tanto el estado no puede garantizar la de los seres humanos, víctimas constantes de asaltos a balazos, de las pandillas que asolan los barrios, y de las bandas de narcotraficantes.
En Nicaragua se aprobó en 2011 una “Ley para la protección y el bienestar de los animales domésticos y animales silvestres domesticados”, que tras una larga discusión en la Asamblea Nacional terminó por prohibir nada más “la crueldad, el maltrato físico, psíquico y emocional en la doma y prisión de animales no domésticos como leones, tigres, osos, elefantes y cualquier otro animal silvestre, cuya finalidad sea la utilización de ellos en los espectáculos públicos y circos”. Por eso es que los circos, incluido el Hermanos Gasca, pueden moverse de un lado a otro, como en una isla solitaria. El gobierno, de conducta tan extraña en sus preferencias y animadversiones, esta vez se ha puesto del lado de los circos, y de sus animales.
Mientras se discutió la ley, estuvieron bajo amenazas no sólo los circos, sino también las peleas de gallos, de extendida tradición, y las corridas de toros, que en Nicaragua, propias de las fiestas patronales, son cerriles y bochinchera, con los toros montados a pelo entre corcoveos, en barreras improvisadas, y los borrachos sorteándolos mientras suena la música pendenciera de una banda. El público considera un fracaso la corrida cuando alguno de los toreros voluntarios no recibe una cornada.
Fuentes Gasca, conocido como “el rey de los payasos”, tiene setenta años de edad y se muestra perplejo y afligido por el destierro que le toca vivir junto con sus animales en Nicaragua. Se trata de una pareja de elefantes, cinco tigres criados por él mismo, además de camellos y caballos, a todos los cuales considera parte de su familia, y él mismo vigila su alimentación. Según sus palabras, sus tigres comen como en un restaurante de primera calidad.
No quiere deshacerse de ellos, y aún si así fuera, en Managua sólo hay un pequeño zoológico, y no está claro si los zoológicos aceptan animales de circo que llegan a crearse sus propios hábitos y mañas, graciosos en la pista, pero que sólo atienden la voz de sus domadores. En México, cuenta el empresario, al quedar en la orfandad, han tenido que ser sacrificados por decenas.
El Partido Verde de México, que encabezó el lobby para que se aprobara la ley que sacó de los circos a los animales, es todo lo contrario de un partido ecologista, según un manifiesto firmado recientemente por decenas de intelectuales y académicos: “permite mediante concesiones en los lugares donde tiene capacidad de decisión la minería a cielo abierto o la construcción de complejos hoteleros en áreas protegidas…”. Malos defensores tienen los animales, según puede verse.
La única alternativa del circo Hermanos Gasca es recorrer una y otra vez las mismas poblaciones de Nicaragua, cumpliendo con su exilio perpetuo, con la desventaja visible de que la novedad y la expectativa se va perdiendo al volverse sus visitas demasiado frecuentes. Son pueblos, además, generalmente pequeños y pobres, que no pueden pagar mucho por diversiones. Llegará un momento en que tendrá que cerrar la carpa.
Los elefantes son ya muy viejos. Y junto a los demás animales del circo, morirán en el destierro.
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