Tres temas bien disímiles
El fulano diálogo
Lo que está sucediendo en esas negociaciones me hace acordar de la frase con la que comienza “Ana Karenina”: “Todas las familias felices se parecen; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Lo que intentaba Tolstoi explicar era que un matrimonio, para ser feliz, tiene que concordar en varios respectos: sexo, manejo del dinero, fidelidad, relaciones con los parientes, educación de los hijos, religión y muchas otras cosas. Que si se falla en uno solo de esos aspectos esenciales, lo más probable es que el casorio fracase, aunque estén presentes todos los demás ingredientes para la felicidad. El gran reto de quienes se sientan alrededor de esa mesa es que se logre la felicidad de toda la familia venezolana; que pasen muchos años y no haya lugar para reconcomios; que todos pensemos que se satisficieron las expectativas; que fue un asunto de ganar-ganar.
Pero, por lo que ha permeado hasta ahora, eso no parece que sea lo que está sucediendo. Por una parte, la mera presencia en las discusiones de Jorgito Rodríguez y Elías Jaua —obcecados, fanáticos, prestos al engaño y mentirosos pertinaces— no ayuda a la fluidez y buena voluntad que deben ser esenciales en este tipo de negociaciones. Creo que entre los rojos hay personas mejor intencionadas que el par que mencioné —que lo único que saben hacer bien es enredar las cosas. Ojalá se decidiera su pronto reemplazo. Por la otra, encontramos que cuatro de los cinco observadores internacionales le deben al régimen muchos “favores recibidos” (hay profundas sospechas de que los siguen recibiendo). Eso no hace la mesa muy equilibrada que digamos. Otra cosa sería si se balanceara a los expresidentes Torrijos, Fernández y Zapatero con expresidentes parecidos a Quiroga, Pastrana y González. Y una cosa más: que se desaparezca a Ernesto Samper de la escena. Solo así pudiera vislumbrarse el éxito de las conversaciones y la felicidad de la familia venezolana. Porque no podemos perder de vista a San Mateo: “Muchos son los llamados, pocos los escogidos”…
Una carta mía
Este mes se cumplieron diez años de un artículo que titulé “Carta al general Dadal”. Fue mi contrarresto a la insensata decisión de dicho individuo de exigirme por interpuesto correveidile —no se atrevió a hacerlo él, personalmente—, sin que yo hubiese dado motivo, de que abandonase el cuartel al cual había sido invitado para una ceremonia. Sigo creyendo que esa invitación no fue sino una patraña para tener una víctima propiciatoria para ofrendar en el altar del jalabolismo arrastrado (incurro ex profeso en el pleonasmo) para ganar lauros ante el pitecántropo barinés. Papayita la cosa: porque yo desde el mismo 1992, con mis escritos, había estado denunciando el gorilismo vuelto a poner de moda el 4-D. Y no he cejado en ese objetivo. A Dadal se le hizo fácil declararles a los periodistas presentes y que preguntaron por la causa de mi evicción, que yo había “vociferado consignas contra el presidente”. Nada más falso, porque llegué cuando la misa estaba comenzada, y el sigüí me interceptó a la salida de la capilla. Mi respeto por la eucaristía, por los compañeros de armas que allí estaban y por mí mismo impedían que yo hablase siquiera; mucho menos, “vociferase”. Con un añadido: si lo hubiese hecho, lo debido era que se me hubiese detenido por la presunta comisión de un delito militar, no pedirme que “abandonara la instalación”.
Reitero lo que dije en esa oportunidad: cuando Dadal apenas entraba en la escuela, yo era su comandante en el Cuerpo de Cadetes. Él debe recordar que mi lema, mi exigencia diaria, era que se convirtieran en “hombres, caballeros y oficiales”. Me avergüenza reconocer que con ese tipo fracasé rotundamente. Porque no es ninguna de las tres cosas. Los hombres no dicen mentiras; los caballeros demuestran hidalguía y los oficiales deben usar la cabeza. ¡Raspado en las tres asignaturas!
Raya aeroportuaria
Recientemente, Martha, mi hija mayor, y yo fuimos a Costa Rica para estar en la primera comunión de mi nieta más pequeña. Al regreso, al pasar el equipaje de mano por los rayos X, la agente policial notó algo y solicitó autorización para abrir la valija. Al hacerlo, vio una (para ella) inusual cantidad de billetes. Se le explicó que el billete de más alta denominación en Venezuela equivale a 5-6 centavos de dólar. Nos miró con incredulidad y llamó a su supervisor. Cuando vino, se le explicó que 18 billetes de esos equivalían a un dólar y que esos fajos alcanzaban apenas para pagar el taxi del aeropuerto a la residencia. ¡Nada! Con mucha cortesía pidieron acompañarlos a la oficina para corroborar lo afirmado. Tecleó en Internet buscando los tipos de cambio, encontró que era Bs 10 por dólar. Se le manifestó que ese era un tipo que solo disfrutaban los enchufados para hacer negocios sucios desde el gobierno; pero que, de ser cierto ese cambio, mi hija no tenía ni $ 2500, lo cual anulaba la sospecha de ilícito, siendo que en los aeropuertos de los países serios se puede pasar hasta con $ 9999 sin declararlos. El policía siguió tecleando y encontró que era verdad lo que afirmábamos: que sobre la mesa no había ni para comprar 20 retratos de Washington. Martha pidió permiso para tomar fotos del procedimiento y se lo concedieron. Tenemos las fotos. La autorizaron a recoger el dinero y proseguir el viaje. La cara de conmiseración de los funcionarios para con nosotros trajo a la mente aquello de Calderón de la Barca: “¿Habrá otro, entre sí decía, / más pobre y triste que yo?”