Torturadores y genocidas
La tortura es consustancial a los tiranos y a quienes los sustentan. Es la acción gubernamental más exitosa que exhiben con desbordante orgullo. Les satisface hasta el orgasmo, se deleitan con el martirio del prójimo. Leen con fruición los informes presentados por esbirros a sus servicios. No pierden detalle mientras maquinan maldades contra los opositores. Son sado-sicópatas. Sus nombres no importan. Desde Benito Mussolini hasta Nicolás Maduro forman la caterva de criminales que contaminaron y aún contaminan al planeta. Toxicidad que agobia la civilización.
Los venezolanos tenemos acumulado conocimiento de la crueldad de los tiranos. Chafarotes que asaltaron el gobierno a filo de machete, con el plomo vomitado por fusiles o el golpe de Estado incruento ejecutado por la cúpula militar que persiguieron, encarcelaron, torturaron y asesinaron a los integrantes del gobierno anterior y a quienes se opusieron al despotismo. Se trataba de tiranuelos vernáculos, sin trascendencia ni conexiones más allá de las fronteras, en un país con más del 60% de analfabetas y, por supuesto, sumido en total atraso. La crueldad comunista la conocíamos sólo de oídas.
En 1990 comenzaron a crujir las estructuras de la democracia liberal, acosada por denuncias, sin fundamento, hachas por la alianza reaccionaria de godos y comunistas, opuestos a las reformas indispensables que aportarían al país las condiciones de afrontar los retos del Siglo XXI. El Caracazo (saqueos con apoyo de francotiradores, dirigidos por ex guerrilleros financiados por los godos) dejó mal herida la democracia y con dos alzamientos militares entró en coma, de la cual pudo haber salido si la colusión Corte Suprema de Justicia y la alianza goda-comunista no le hubiera asestado una estocada, con espada aportada por el Congreso de la República. Destituyeron y encarcelaron al Presidente Carlos Andrés Pérez. La democracia pendió de un hilo hasta que en las elecciones de 1998 Hugo Chávez lo cortó e inició el proceso de destrucción del país y la implantación del Socialismo del Siglo XXI.
El castro-comunismo etiquetado Socialismo del Siglo XXI ha arruinado el país. Destruyeron el aparato productivo incluyendo PDVSA y las ferromineras. La producción bajó en caída libre y el PBI no se despanzurró en el fundo del abismo gracias al poquito de petróleo que todavía extraen de la madre tierra. Cundió el desempleo y comenzó la escasez. Alimentos y medicamentos abandonaron los anaqueles. La inflación abordó un cohete y alunizó. Millones de venezolanos atan sus bártulos y se vuelcan sobre los caminos que van a las fronteras, sin proyectos predeterminados. La huida, la diáspora, sangría indetenible. Se fugan los talentos que son reconocidos en el mundo. Aquí estamos quedando los de la 3ra. Edad y los menores cuyos jóvenes padres aún no se han arriesgado. Si no abatimos al monstruo, Venezuela será un geriátrico y los comunistas habrán coronado una importante meta.
El castrocomunismo encarnado en el Socialismo del Siglo XXI ha retrotraído a Venezuela a los tiempos en los cuales imperaba la “ley del chafarote”. El desgobierno presidido, primero por Hugo Chávez Fría y ahora por Nicolás Maduro, persigue, encarcela, tortura y asesina, estimula la diáspora con desempleo, hiperinflación, desabastecimiento de alimentos, medicamentos e inseguridad. Son gobernantes GENOCIDAS que, además, cierran la salida política, pacífica y electoral mediante la comisión sistemática de fraude.
La defensa de la democracia figura en las cartas fundacionales de la ONU y la OEA. Ese fundamental e irrenunciable mandato, en América no ha logrado trascender lo meramente enunciativo. El genocidio tiene que ser enfrentado con algo más contundente que elocuentes declaratorias. Es la hora de la “solidaridad continental”. Es la hora de la “Guarra Justa”. Porque el atajaperros es intercontinental. Rusia, China e Irán cosechan material estratégico y siembran bases en Venezuela. Es la hora de echar a un lado pruritos decimonónicos de integridad territorial. La patria es América toda. Cuando las poblaciones huyen para no morir de hambre, de mengua, el gobierno tiene que ser derrocado por quien o quienes puedan hacerlo.