Tierra Prometida
“Éxodo” es voz que hoy resuena gravosa, espesa. Un epítome de mil renuncias, aún cuando su mención remita al premio de una gesta, el arribo a “Tierra Prometida”. Cuenta la Biblia que los hebreos conducidos por Moisés salieron de Egipto, “la casa de servidumbre”, dispuestos a asumir su nueva condición de comunidad libre; conscientes al fin de su unidad cultural como nación, de ese “espíritu del pueblo” que describe el nacionalismo romántico, su “Volksgeist” particular. La desazón de abandonar lo conocido sería compensada por el barrunto de que más allá asomaba la primavera en ciernes, el buen giro del «Mes de Abib», el gentil recomienzo.
Pero de la heroica alusión a un pueblo que viaja unido y empujado por la esperanza, apenas quedan trazas cuando se piensa en países condenados por sus naufragios, por la tarasca del Estado fallido. Es el caso de Siria. Siete años han pasado desde el inicio de un conflicto que apiña caóticamente a partidarios del gobierno, rebeldes, extremistas, tropas foráneas, dejando un reguero de aniquilación y destrozo que alcanza a propios y extraños.
Atrás quedó la euforia libertaria del «Día de la Rabia» o del «Día de la Dignidad» que en 2011 llevó a miles de manifestantes a las calles a protestar contra el régimen de Bashar al Asad. La guerra ha «diseccionado todo el tejido social de una sociedad”, apunta Volker Turk, alto comisionado adjunto de ACNUR para la Protección. Siria es hoy una nación rota, desmantelada. Las imágenes del padre luchando contra la hondura del Mediterráneo con su bebé a cuestas; o de Omran, un niño de 5 años cubierto de sangre y polvo, apuñalan toda romántica certeza. Huyendo de la cárcel o la muerte, millones de ciudadanos, la mayoría en condición de refugiados -más de 6,3 millones en 2017, según ACNUR- cruzan las fronteras sin otra ambición que la de seguir vivos.
La situación se replica en Palestina, Afganistán, Myanmar, donde también el miedo y la violencia prestan motivo para huir con lo puesto. Para quienes sufren la sevicia de la guerra -los inocentes, los inmovilizados por el destello del fuego cruzado- la patria se torna una noción imprecisa, casi dudosa. No basta saberse habitante originario de un territorio para decidir plantarse allí, a toda costa. Sin esperanza de que las cosas cambien y la paz retorne, el auto-exilio acaba siendo una opción difícil de descartar.
Tal panorama nos lleva a repensar la paradoja venezolana. Aún sin guerra formal que enfrente a dos ejes políticos armados dentro del territorio, aún sin la amenaza extendida del terrorismo, aún sin la clase de barbarie que en otras latitudes anima las brutales limpiezas étnicas, el descalabro que nos acogota es tal que no deja de pasmar al mundo. Pocos logran explicar el deterioro express de la boyante potencia petrolera; un brete que según cifras de la ONU y la OIM ha llevado al menos a 2,3 millones de personas a abandonar el país, en éxodo sin precedentes en la región.
Sí, Venezuela se vacía como un avispero atacado. Otros datos afinan el rostro del escalofrío: luego de Afganistán, Siria e Irak, el nuestro -dice ACNUR- figura como el país con más solicitudes de asilo gestionadas en 80 países. No en balde el tema ocupó plaza destacada en la agenda de preocupaciones de la reciente Asamblea General de la ONU, y llevó al Consejo de DDHH del organismo a aprobar una resolución que exhorta a un gobierno decidido a negar el peso de la evidencia, a aceptar la ayuda humanitaria.
Escoltado por soflamas guerreristas e invocaciones a la vis atrabiliaria de Ares, el fantasma de naciones tragadas por el trastorno y la más carnicera hostilidad sigue atizando angustias. La perspectiva de una guerra (algo que para ciertos sectores pasa acá por un trámite limpio, gratuito y necesario) es probable que haya ajustado el compás de buena parte de los países de la región que hoy clama por salidas políticas. La matemática es simple: si el éxodo venezolano ya es calamidad mayúscula para vecinos que acogen al 90% de ese enjambre humano, (El presidente Iván Duque alertó sobre el impacto fiscal de esa migración, 0,5% del PIB de Colombia) ¿qué ocurriría si, en efecto, escalan los apetitos bélicos?
Especular sobre los altísimos costos que eso supone lleva a abrazar las consejas de la realpolitik. Y optar por la efectividad de las políticas modestas frente al incierto progreso de la desmesura, debería a su vez ajustar los efectos del abultamiento de las expectativas… ¿será posible?
Mientras ese logos vuelve a su cauce, todo apunta a que librarnos de esta “casa de servidumbre” implicará también articular los ánimos dispersos de un país que trajina con las cruces de su inédito desgarramiento. Afuera y adentro, a contrapelo incluso de su proclamada inmutabilidad, nuestro quebrantado “espíritu de la nación” se interpela y rearma, más afín a esa identidad en transición que camina con el “zeitgeist”, el “Espíritu de los tiempos”. Es esa “Tierra Prometida” hacia donde -ojalá para bien- quizás se orientan ahora nuestros pasos.
@Mibelis