Solidaridad y supervivencia
Los resultados del sondeo UCAB-Ratio materializan lo que ya era sospecha perturbadora: la crisis se enquista con furia en la piel de la mayoría de los venezolanos. Según refiere el profesor Luis Pedro España, 8% de la población declara haber recogido comida desechada por otros; 30% admite que alguien le regaló comida en la última semana; 68% confiesa haber pedido dinero para hacer mercado y 36% dice que algo vendió para llegar a fin de mes. El derrumbe en los niveles de ingreso perfila un revolucionario edén de menesterosos: por un lado, la clase media es empujada al fondo de la hondonada, mientras usa uñas y dientes para resistir el tirón de los tentáculos de una bestia angurrienta. Por otro, se exacerba la exclusión jamás resuelta, un lumpen barrido como nunca antes por la avalancha: según datos de ENCOVI-2105, 49,9% de los hogares venezolanos ocupa la categoría de pobreza extrema.
A contrapelo de las bailantas que arma el Gobierno en rocambolesco intento por suplantar la realidad, resuenan voces como las del enviado papal, Monseñor Claudio Maria Celli: “No hay comida, no hay medicinas… el país está enfrentando una situación muy difícil”. Por si fuese poco, la mengua restringe nuestros movimientos, nos va aislando. De hecho, el estudio de UCAB-Ratio fotografía a un venezolano engullido por su cotidianidad, prisionero de su tragedia doméstica, de su “problema privado”. Cada vez menos proclive, por tanto, a ocuparse de lo público, allí donde Hanna Arendt ubica el espacio de la acción política.
Recordemos que en el “reino de la necesidad”, en el hogar u “oikía” de los griegos –la esfera privada- se impone la conquista del bienestar básico, el fatigoso pero ineludible resguardo de la vida: algo que de algún modo también comporta la promesa de una falsa liberación, en tanto sólo supone domeñar -nunca desterrar del todo- a la tiranía del hambre. Pero si tal peldaño nos retiene, la incorporación a la vida de la polis puede verse restringida. Sí: cuando garantizar la supervivencia resulta un proceso tan tortuoso, atender aspectos complejos de la organización para el “vivir juntos” podría, naturalmente, ser postergado. Allí el riesgo: pues aniquilar el espacio para la acción surgida de la actividad propia del pensamiento, la voluntad y el juicio, terminaría “despolitizándonos”, sacrificando la esfera del intercambio entre iguales. Un panorama propicio para los autoritarismos de toda traza, por cierto, devotos de la argucia de mantener pobre a la gente para que la esclavitud de vivir en función de la sola satisfacción del instinto desdibuje las rutas de reconexión de lo social.
Así que renunciar al espacio de vida común, tronchar vínculos que nos identifican y acercan, es convertirnos en una masa políticamente inútil, por más que mayoritariamente coincidamos en un mismo malestar o reconozcamos a un mismo adversario. Eso, sin contar con el escepticismo creciente… ¿cómo hacer entonces para desbaratar ese arnés que ensimisma y debilita, cómo manejar constructivamente el padecimiento individual para que no conspire contra lo colectivo? ¿Cómo devolver a una población degradada por los chantajes de la supervivencia la condición de zoon politikon: eso que al distinguirnos del animal nos permite construir, crear el mundo y no sólo padecerlo?
Si bien no es fácil restituir tanta pérdida, la situación prácticamente obliga a los liderazgos a impulsar una forzosa “terapia de shock” social: crear condiciones para que prospere la solidaridad ante la crisis, los mecanismos de cooperación en la emergencia. Hacernos todos responsables de todos, diría Juan Pablo II; esa acción en la que un “Nosotros” se compromete a cambiar el mundo en común, repica Arendt. Paradójicamente, lo que podría remitir al campo de las nociones del socialismo utópico, supone aplicaciones profundamente prácticas: restablecer conexiones en función de la organización política. Ese sentimiento de unidad basado en metas o intereses comunes, usual en medio de situaciones extremas como guerras, hambrunas o desastres naturales, además, no debería resultarnos ajeno, dado nuestro pasmoso presente. Pero la perversidad de un sistema al que no conviene que nos reconozcamos o nos encontremos, interesado en mantenernos atomizados, presos de la inercia y la incertidumbre, no deja de alentar la desintegración.
Ante la certeza de que el gobierno no atenderá sus obligaciones, que sólo se limitará a mitigar la contingencia que le asegure la lealtad de sus bases, toca activar la autonomía ciudadana a partir de eso que Durkheim llama “solidaridad por semejanza”: y convertirla en praxis política. Después de todo, organizarnos para habilitar puntos de encuentro, auxiliar a quienes más lo necesitan, juntarnos para “hacer” por todos, podría volvernos más fuertes. Conscientes del advenimiento de “tiempos interesantes”, rehuir el camino de la no-sociedad resulta una prioridad. “Uno a uno, todos somos mortales; juntos, somos eternos” escribió una vez Apuleyo: tal vez allí reside la clave de la verdadera supervivencia.
@Mibelis