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Sigue el ejemplo de Benedicto XVI

No será esta la primera ni la última crónica que desde ya concite la abdicación de Juan Carlos I, jefe del Estado español. En su favor también abdica su padre, el conde de Barcelona, don Juan, en 1977, depositario de los derechos históricos de la Casa de Borbón, a raíz de la igual abdicación del padre de éste, en 1941, Alfonso XIII.

Se hace célebre entre los venezolanos don Juan Carlos, una vez como al difunto gendarme que nos gobierna hasta diciembre de 2012 yquien justifica su reelección a perpetuidad arguyendo la permanencia sin votos del monarca español, le espeta el célebre «¡por qué no te callas!»

Desenfadado, camorrero, de lengua afilada para descalificar y denostar de todo aquel que viese con malos ojos o le considerase contrario a sus caprichos de circunstancia y tanto como lo vienen haciendo sus adulantes de la izquierda intransigente  en las Américas y España, para horadar el prestigio de la monarquía constitucional que hizo posible la afirmación de la democracia en la península, Hugo Chávez se las dio por maltratar groseramente tanto al ex presidente del Gobierno español, José María Aznar, como al monarca, quien lo planta en seco.

No viene al caso agregar otro comentario al respecto, salvo dejar constancia, eso sí, del doble rasero que es característico delos plumarios del viejo marxismo, trucados de socialistas del siglo XXI, quienes, incluso hoy, le piden al príncipe de Asturias, Felipe de Borbón, medirse en las urnas para acceder al trono.

¡Y es que todos a uno, escudados tras manipular las ideas de la república y la profundización de la democracia, al punto de imaginar a la última como democracia directa,sobre todo en Hispanoamérica -son los casos de Venezuela, Ecuador, Argentina, Nicaragua- se dan Constituciones o hacen intentos para reformarlas a fin de concentrar todos los poderes en sus Estados; para procurar conservarlos sine die- sujetando los procesos electorales en sus manos y controlándolos con auxilio de la cibernética – para ejercerlos como verdaderos déspotas medievales.

No es el caso de Juan Carlos, quien llegado el momento y en evidente apreciación política del momento particular que vive el pueblo español, de quien emanan todos los poderes del Estado según reza la Constitución de 1978, resigna la corona con el talante digno de un demócrata verdadero y sin adjetivos.

A diferencia de nuestras «monarquías» tropicales, que no dejan escapar ningún resquicio a la autoridad presidencial dentro de sus predios, juntando el dominio sobre el Estado y el ejercicio del gobierno, e incluso, las más de las veces mudando en legisladores extraordinarios para amoldar mediante decretos el Estado de Derecho y tener a los jueces de simples escribanos, la monarquía constitucional y parlamentaria a la que renuncia Juan Carlos I es de ejercicio constitucional limitado.

Cabe recordar que en la primitiva constitución de la Hispania de los godos, hasta tanto toma cuerpo el absolutismo que por igual sufren los habitantes del continente y de las Indias hasta que se revelan a comienzos del siglo XIX, en Caracas con la Junta de Abril y en Cádiz con las Cortes Generales, el monarca se encontraba obligadoa servir al bien común y de no hacerlo era depuesto por el pueblo inmediatamente.

La vigente Constitución española determina que el Rey, como cabeza del Estado, es símbolo de la unidad. Es árbitro de las instituciones, cuya actuación se sobrepone a la controversia partidaria impidiendo que la misma le haga daño a los fines permanentes que reúnen a los españoles como nación.

El manejo de las relaciones internacionales, el ejercicio de la autoridad sobre las Fuerzas Armadas, el derecho de gracia con apego a la ley que dicten las Cortes y sin autorización para otorgar indultos generales, o el desempeño del Alto Patronazgo de las Reales Academias, entre otras, son las tareas propias del Rey Juan Carlos, a las que resigna.

Y si bien como monarca es y ha sido inviolable e irresponsable, jamás pudo actuar si sus actos no eran refrendados por el Presidente del Gobierno o sus ministros, según corresponda; quienes sí son responsables y mal pueden excusarse en las órdenes eventuales del mismo Rey para violar la Constitución o no cumplir con las leyes.

El Rey, en esencia, es un órgano constitucional, a un punto tal que su Jefatura del Estado y atribuciones tienen carácter intransferible. La reina consorte o el consorte de la reina apenas cumplen, según la Constitución, tareas protocolares. Y puede darse el caso, por tratarse de una monarquía constitucional son soporte democrático, que el monarca se vea inhabilitado para su ejercicio, por razones morales o físicas -como lo prescribiera La Pepa o Constitución de Cádiz de 1812- y conforme lo determine el órgano depositario de la soberanía popular, las Cortes Generales.

Ello no fue posible en Venezuela, sin embargo, ante la enfermedad del llamado Comandante Eterno y se hizo efectiva la muy bolivariana disposición de Chuquisaca, de 1826, conforme a la cual el Presidente vitalicio escoge a dedo a su Vicepresidente y lo hace su sucesor.

El monarca español, al ser proclamado, debe jurar ante la misma soberanía popular de la cual emana su condición, quedando obligado al respeto de la Constitución, las leyes, y los derechos de los ciudadanos y las Comunidades Autónomas.

A Felipe de Borbón, quien ya hizo su primer juramento al cumplir la mayoría de edad y como Príncipe de Asturias, le tocará volver a jurar y suceder a su padre, el Rey Juan Carlos, según el orden de primogenitura, que prefiere al varón o a la mujer de mayor edad de no existir el primero.

No obstante lo anterior, al haber ya ocurrido la abdicación del Rey, sea lo que fuere y sin perjuicio del orden de sucesión previsto, el proceso respectivo queda sometido ahora al dictado de una ley orgánica, según el artículo 57,5 de la vigente Constitución. Ella ha de proponerla a las Cortes el actual presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. De modo que, la cuestión dinástica, en la España contemporánea, queda sujeta a resolución democrática y pacífica, según lo indican los debates constituyentes de 1978, con apego al dictado de una ley que ha de ser votada por la mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, antes de su consideración por el Senado.

En fin y por lo pronto, la abdicación de Juan Carlos I, al cumplir 76 años y tras 39 años en el trono, si bien acaece en el marco de severas pruebas a las que se encuentran sometidas la democracia y la estabilidad económica de España, anhelantes de transitar por nuevos derroteros y asumir otros desafíos, significa un acto de madurez histórica.

La generación que tuvo la responsabilidad de favorecer el avance español hacia una era de libertades y paulatina prosperidad, es consciente de que ha llegado la hora de darle paso a la generación digital, que ha de ser protagonista del siglo en curso y que, en el caso, la representa un joven de 46 años cuidadosamente preparado para el papel de relevancia que le corresponderáasumir en el inmediato futuro, una vez como reciba la corona.

Juan Carlos I de Borbón y Benedicto XVI, a buen seguro serán, para lo sucesivo, paradigmas que desnudan la precariedad del quehacer humano. Son la antítesis de las tesis que predican el menosprecio de la realidad racional, prometedora pero finita del hombre común, a quien sólo un trastorno de la inteligencia o del entendimiento le llevan a creerse situado en el puesto del Sol, sin observar que hasta el sol – lo diceNietzche descontextualizando el Eclesiastes – encuentra su ocaso.

España, en suma, ha decidido marchar con paso firme hacia el siglo XXI.

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