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Sesenta años del Concilio Vaticano II

Hace un par de siglos los avances de la ciencia y de la racionalidad deslumbraron a Europa y contribuyeron a su revolución industrial y cultural. Los sumos sacerdotes del “Siglo de las Luces” entronizaron a la Razón como diosa y decretaron que la religión cristiana era oscurantista y enemiga del progreso. Según ellos, bastaba la luz de la razón para hacer un mundo feliz y para ese fin, era necesario encerrar a la Iglesia en la sacristía. Como la Iglesia venía instalada en una especie de monopolio del saber humano, el siglo XIX fue de enfrentamientos duros entre ella y la Ilustración racionalista con mutuas acusaciones y exclusiones. En el siglo XX las dos terribles guerras mundiales con unos cien millones de muertos, protagonizadas por los estados con más poder científico-racional demostraron que la ciencia y la racionalidad instrumental no solo producen increíbles progresos para la vida, sino que también potencian brutalmente la capacidad de matar y de crear un mundo inhumano. ¿Quién decide que la racionalidad instrumental se aplique a favor de la vida o la muerte? Algo tan frágil como la libertad y la conciencia humana deciden el uso de la ciencia y la razón, ya no como diosa absoluta sino como instrumento valioso. Para producir la liberación humana de personas y sociedades, es imprescindible una fuerza espiritual capaz de aplicar la racionalidad a favor de una humanidad solidaria y sin fronteras. No hay vida sin la brújula y el corazón del amor y solidaridad.

Juan XXIII (anciano elegido papa en 1958) sentía que este mundo hambriento de bondad y de inteligencia aplicada para el bien necesitaba de Evangelio, y una mañana se sintió inspirado a convocar un concilio ecuménico católico, de esos que solo ha habido 21 en 2 000 años. Cuando la comisión preparadora del Concilio le entregó un esquema hecho para analizar y condenar los errores del mundo moderno pensó que ese no era el Concilio que Dios le inspiraba, y que más bien la Iglesia debía preguntarse con mucha libertad a qué se debía el divorcio creciente entre el mundo moderno y el Evangelio de Jesús. Por qué no lograba brindar a los hombres y mujeres de hoy la alegría de Jesús de Nazaret, rostro humano de un Dios que es Amor y Vida. No una vida efímera que termina en el sepulcro.

En el Concilio Vaticano II 450 obispos de todo el mundo examinaron con ojos críticos la propia casa de la Iglesia; empezó el 11 de octubre de 1962, se desarrolló en 4 etapas y concluyó en diciembre de 1965. Una travesía difícil y exitosa que llegó a acuerdos inspiradores para el mundo expresados en 9 decretos, que exigen renovación de la propia Iglesia liberándose de deformaciones históricas que desfiguran el mensaje de Jesús de Nazaret, abrazo de Dios a la humanidad valorando la tradición desarrollada con su Espíritu. El Concilio se desarrolló con gran libertad y se expresaron las divergencias. No faltaban obispos a los que les costaba entender que lo único que da sentido a la Iglesia es comunicar el mensaje de Jesús como abrazo de Dios a la humanidad; y para ello hay que cambiar algunos viejos ropajes, que a veces son un lastre que desfigura.

En un mundo tan cambiante este Concilio no es un encuentro que termina y se cierra en 1965, sino un espíritu que debe mantener abierta a la Iglesia para que circule la brisa del Espíritu desde Jesús hacia la Humanidad y desde esta hacia Cristo resucitado.  Naturalmente es una tarea difícil y que genera tensiones en la misma Iglesia. Así lo vivimos ahora, 60 años después, cuando el papa Francisco con convicción y valentía urge revivir el Concilio. El mundo ha cambiado de 1962 a 2022, pero la respuesta es la misma de Jesús que se encarna de diverso modo en cada persona y país y con cada tema donde está en juego la vida, el sentido de la humanidad con la presencia de un Dios que es Amor. Muchos prefieren un Jesús en las nubes de su gloria y no el encarnado en este mundo, dando vida y esperanza a millones de hombres que carecen de ellas.

Pablo VI en su precioso discurso de clausura menciona y responde a las acusaciones de mundanidad de algunos obispos. “Tal vez nunca como en esta ocasión-dice el papa- ha sentido la Iglesia la necesidad de conocer, de acercarse, de comprender, de penetrar, de servir, de evangelizar a la sociedad que la rodea y de seguirla…”. Y añade que debido en parte a “las distancias y las rupturas ocurridas en los últimos siglos” y este deseo de acercarse con la buena nueva ha llevado a algunos a acusarla de ocuparse más del mundo que de Dios y sugerir que “un tolerante y excesivo relativismo al mundo exterior… a la moda actual…al pensamiento ajeno, haya estado dominando a personas y actos del Sínodo ecuménico a costa de la fidelidad debida a la tradición y con daño de la orientación religiosa del mismo Concilio”. El papa no está de acuerdo y más bien ve que en el Concilio “la religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión – porque tal es- del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condenación? Podría haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio. Una simpatía inmensa lo ha penetrado todo”. “La religión de nuestro Concilio ha sido principalmente la caridad, y nadie podrá tacharlo de irreligiosidad o de infidelidad al Evangelio por esta principal orientación”.

El documento conciliar sobre “La Iglesia en el Mundo Moderno” abre con un párrafo maravilloso que ha de inspirar permanentemente la renovación en la Iglesia: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los más pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”.

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