Serguei Kirov o del asesinato como instrumento político
“Es el fin que les espera a todas las revoluciones – grandes o pequeñas, falsas o verdaderas, trascendentes u oprobiosas: terminar en el estercolero de la traición, el odio, la venganza y el asesinato.”
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«La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada» (Macbeth, 5to acto, escena 5])
Los más cruentos e impactantes asesinatos políticos comparten similares principios y obedecen a causas semejantes. Sus víctimas suelen haberse adentrado en un territorio vedado, monopolizado por el máximo líder, y suceden cuando las alarmas indican que se han acercado demasiado al corazón del Poder. Y no en cualquier momento, sino precisamente cuando el victimario – siempre un gángster político, llámese Stalin, Hitler, Fidel Castro, Pinochet o como quiera se llame el administrador de la dictadura en cuestión – se siente más débil y acechado. Sea porque abandona un terreno conocido y debe aventurarse en terra incognita abriéndose a un nuevo ciclo estratégico, sea porque la víctima ya ruge en su cueva y amenaza con desalojarlo de sus posiciones.
De allí su inevitabilidad. El Poder, cuando impera la ley de la selva de dictaduras y tiranías, reclama sangre. Dictador o tirano, poco importan los medios y razones que lo encumbraron a las alturas, que no esté dispuesto a verterla, está condenado al fracaso. Que suele saldarse con la pérdida de la propia vida. De allí que el tirano, el más poderoso e implacable asesino potencial de que se tenga memoria, se aterrorice ante la sola idea de su propia muerte y no trepide en provocar la de quien sospeche será su enemigo mortal. Detrás de todo dictador se esconde Macbeth, el usurpador y asesino capaz de entintar un océano con la sangre derramada por sus víctimas. He aquí el perfil de Koba, como fuera llamado Stalin, el asesino intelectual de Kirov, en su juventud: “atracos a bancos, actos de extorsión y protección mafiosa, actividades incendiarias, piratería, asesinato: en una palabra el gangsterismo político que tanto impresionó a Lenin y que enseñó a Stalin unas habilidades que tan valiosas se revelarían más tarde en la jungla política de la Unión Soviética” (El joven Stalin, la historia secreta de un revolucionario, Simón Sebag Montefiore, Memoria Crítica, Barcelona, 2008, pág. 16.). Lo que pocos saben es que, además de matón, era un intelectual. De allí la fascinación que ejerciera sobre Lenin.
Una extraña y recíproca fascinación encadenó las vidas paralelas de Adolf Hitler, el semi dios germano, y Iosef Stalin, “el más esquivo y fascinantes de los titanes del siglo XX”. Se sabían revolucionarios feroces, implacables, asesinos, despóticos, crueles y malvados. Sentían el mismo desprecio visceral por el liberalismo y las democracias, débiles y decadentes formas de convivencia social. Y llevados por el furor de sus ambiciones totalitarias provocaron las matanzas más sangrientas de la historia moderna. A la devastadora acción por ellos desencadenada se deben más de cien millones de víctimas mortales, las hambrunas y el horror sistemático de la Shoah y el Archipiélago Gulag. Su mortal enemistad se debió a una vieja razón que une la política con la astronomía: el sol no acepta competencias.
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El 1 de diciembre de 1934, a seis meses de vivirse en Alemania la siniestra Noche de los Cuchillos Largos, que apartara del camino de Adolf Hitler mediante un brutal asesinato colectivo a los sectores revolucionarios más radicales del nacionalsocialismo, el Estado Mayor de las SA, era asesinado en el Palacio Smolny, conocido mundialmente como “Palacio de Invierno”, teatro en que se librara el primer acto de la revolución rusa en 1905, sede del Soviet de Petrogrado bajo la presidencia de Trotsky y luego asiento del congreso de Leningrado, el líder máximo de los comunistas de Leningrado, Sérguei Kirov. Kirov era, sin lugar a dudas, el segundo hombre más importante del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), disfrutaba de una avasallante popularidad y acababa de ser electo como miembro titular del Comité Central del PCUS con tan solo 3 votos en contra. Un resultado humillante para el secretario general del partido y líder máximo de la Unión Soviética, dueño y señor de todas las Rusias y tan poderoso como lo fuera el Zar Pedro el Grande, el georgiano Iosef Stalin, que también había sido electo, pero con 300 votos en contra.
Era una diferencia capital, pues el fervoroso respaldo a Kirov suponía el reconocimiento a su talante conciliador, sabido de todos que se oponía a la persecución desatada por Stalin contra la vieja guardia bolchevique y propugnaba una vía más democrática y cercana a la de Lenin en el desarrollo de la revolución, que pasaba por uno de sus más críticos momentos. Coronaba una brillante carrera en el interior del partido asumiendo la dirección de la ciudad más importante de la Unión Soviética. Se había negado a trasladarse a Moscú, adonde lo invitara Stalin para mantenerlo bajo control, lo que ahondaría la desconfianza del “Padrecito”, y se aprestaba a darle a conocer a sus ciudadanos una noticia de gran importancia, como era ordenar la suspensión del racionamiento de pan y otros alimentos esenciales, liberalizando la economía y contribuyendo a aliviar las graves penurias por las que había pasado la población soviética, mermada durante la economía de guerra decidida por Lenin y llevada a la práctica con ferocidad implacable por Stalin, provocando las temibles “hambrunas”, millones y millones de campesinos pobres y obreros muertos literalmente del hambre.
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Las pruebas acusatorias contra Stalin como inductor directo del asesinato de Kirov fueron aplastantes: la mañana del 1 de diciembre de 1934 había desaparecido la guardia de seguridad del palacio Smolny, centro del poder bolchevique en Leningrado, lo que le permitió al asesino, Leonidas Nikolayev, un modesto obrero comunista, hambriento y desempleado provisto de documentos de identidad como militante bolchevique, pasearse a sus anchas por el desierto edificio, ocultarse en un baño, ver pasar a Kirov hasta su despacho, seguirlo y dispararle en la nuca con un revolver provisto por el partido, sin encontrar el menor obstáculo. El chofer y guardaespaldas de Kirov, un hombre débil y enfermo incapaz de cumplir su tarea de espaldero, fue convocado de urgencia por Stalin, que se trasladara desde Moscú para dirigir personalmente las investigaciones – para someterlo a un interrogatorio, encontrando la muerte en un extraño accidente mientras conducía su destartalado camión por las pésimas carreteras a las que se adentrara. Pocos dudaron de la responsabilidad de Stalin y sus hombres en esa extraña y oportuna muerte.
Pero tan eximio en el arte de la manipulación, la intriga y las conspiraciones como su par Adolfo Hitler, Stalin aprovecharía el suceso para achacarle el asesinato a la oposición trotskista, al ultra izquierdismo y a la derecha conservadora de las guardias blancas utilizando la muerte y las honras fúnebres del popular líder como pretexto para una avalancha de persecución y asesinatos sin precedentes. Fusilado Nikolayev y asesinados su esposa y todos los miembros de su familia, así como los eventuales testigos de los hechos, como el guardaespaldas de Kirov, procedió Stalin a enfilarlas contra sus viejos camaradas Kámenev y Zinoviev, con los que en su momento se aliara formando la temible Troika con que sacara del camino a Trotsky e iniciar la farsa judicial más ominosa de la historia contemporánea, los llamados “procesos espectáculos de Moscú”. Amparado en la justificación oficial ordenó detener a Lev Kámenev, Grigori Zinóviev, y a otros catorce líderes soviéticos, que luego fueron juzgados en un juicio público y ejecutados en 1936. Durante los juicios espectáculos lo más selecto y distinguido del liderazgo bolchevique se auto inculpó de crímenes inexistentes, al extremo que al cabo de dichos juicios sólo en Leningrado habrían sido arrestadas o ejecutadas más de cien mil personas. Una farsa que no culminaría hasta que seis años después un comunista catalán, Ramón Mercader, penetrara el círculo íntimo de Trotsky en México y lo asesinara con un certero golpe de piolet.
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Un cuarto de siglo después de estos cruentos sucesos, muerto Stalin y abiertos algunos resquicios de libertad en la implacable tiranía bolchevique, el mundo se enteraría por boca de uno de sus protagonistas, Nikita Kruschev, de parte importante de toda esta tramoya siniestra. Tímidamente primero y convertido en avalancha después, el horrendo terror del estalinismo soviético rompería todas las barreras, provocaría una grave fisura en el aparato burocrático, impondría la llamada Glasnot o transparencia y la parafernalia totalitaria se vendría abajo por su propio peso. Cuyo resultado final fuera la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética misma y su bloque de poder neocolonial.
Ya abundan los testimonios de ese período siniestro de la historia del comunismo mundial, reverso de la medalla del nazismo hitleriano, de entre los cuales recomiendo la lectura de Stalin, una biografía, de Robert Service, Stalin, breaker of Nations y El asesinato de Kirov, de Robert Conquest, La corte del Zar Rojo, de Simón Sebag Montefiore y una maravillosa versión novelada de la vida y asesinato de Trotsky del novelista cubano Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros. Valga señalar que en todos estos casos de asesinatos políticos como el de Röhm por Hitler y el de Kirov, por Stalin, víctima y victimario estuvieron profundamente emparentados. Las víctimas sirvieron con lealtad y devoción a sus victimarios, hasta que se convirtieron en un peligro para su sobrevivencia. Como lo fuera inmediatamente después el asalto al Poder por la camarilla de Fidel Castro el carismático comandante Cienfuegos, desaparecido inexplicablemente y para siempre de los cielos cubanos, el comandante Huber Matos, enterrado en las mazmorras castristas durante 20 años y el comandante Arnaldo Ochoa Sánchez, héroe de Ogaden y máxima estrella en el firmamento de los “dulces guerreros cubanos”, al igual que su íntimo amigo y compañero, el comandante Tony de la Guardia. Castro ordenó sus asesinatos políticos, travestidos de juicio moral y faramalla jurídica, cuando viera que la popularidad de Ochoa Sánchez ante un pueblo desesperado por sus carencias y su cercana amistad con el liderazgo de la Perestroika podía sacarlo del juego.
Es el fin que les espera a todas las revoluciones – grandes o pequeñas, falsas o verdaderas, trascendentes u oprobiosas: terminar en el estercolero de la traición, el odio, la venganza y la muerte. Detrás de todo asesinato político de estas magnitudes late Macbeth, el monarca asesino. También en estas miserables latitudes, las del fascismo tropical. Todas terminan transitando el espinoso y empedrado camino del horror.