Sentido pésame, Venezuela
La noche del miércoles al jueves 19 de mayo fue asesinado en su casa el doctor Pedro Azpúrua Marturet, padre, abuelo, hermano y tío de personas de mis caros afectos. Ese anciano de 86 años fue asfixiado. ¿Cuánto puede luchar alguien de esa edad? Para el momento en que escribo estas líneas se sabe que su chofer, Marcos Pérez, de 34 años, también fue asesinado y lanzado en la Cota Mil.
Decir que sus asesinatos fueron viles, se queda corto. Decir que fueron horrendos, se queda corto. Decir que fueron injustos, se queda corto. Cualquier adjetivo que les ponga queda corto, porque el país se nos ha convertido en un muladar. No sé cuánto más queremos, debemos o podemos aguantar.
En este estercolero que es la Venezuela del 2016 nos hemos acostumbrado a la muerte. Pero no a la muerte natural, como debe ser, sino a los asesinatos. Sabemos, leemos y conocemos de asesinatos, nos sentimos mal, lloramos a los muertos, pero seguimos, no sé si como si nada, pero sí como zombis. Sé que es parte de la sobrevivencia, pero es terrible que la costumbre nos haya llevado a tomar como parte de nuestras vidas y nuestras realidades esas muertes violentas. Y cada día pasa más. Sobre todo en los barrios, donde es corriente que una madre pierda dos, tres, cuatro… hijos a manos del hampa. Porque en los barrios es donde más impacta.
Una de las cosas que más me ha impresionado fue que mi hija menor, cuando tenía tres años, creía que la gente se moría porque la mataban. ¡Y eso fue hace veintiún años! “Cuando nos maten a todos”, decía. “No nos van a matar”, le decía yo pensando que ella estaba asustada por las noticias que veía en la TV, hasta que me di cuenta de que no era susto, sino que mi bebé, ¡mi bebé! creía que la gente se moría porque la mataban… ¡Y en aquellos años los partes policiales no eran ni la décima fracción de lo que son ahora!
Cada vez me indigno más cuando veo a esos motorizados no uniformados que paran sus motos de alta cilindrada –sin placas, por supuesto- en el medio de las vías para detener el tráfico y que una gigantesca camioneta, blindada hasta los cauchos, pueda pasar con su “preciosa” carga de un funcionario público “importante”. Primero, no deberíamos atender la orden de alto de ninguna persona no uniformada, pero al ver sus tremendas pistolas –que procuran que siempre estén a la vista- no nos queda más remedio. Segundo, porque mi tiempo es tan valioso como el tiempo de ese funcionario que no quiere esperar ni siquiera en un semáforo. Y tercero y principal, que la vida de ese personaje que cuidan con tanto esmero es tan valiosa como la de cualquier otro ciudadano.
Pero los ciudadanos de a pie estamos a merced del hampa. Ya no hay horas seguras ni lugares seguros. La muerte está acechando en todo momento y en todas partes. Y el gobierno… ¿qué hace el gobierno, aparte de haber repartido armas a diestra y siniestra?…
Hugo Chávez nos repitió ad nauseam que nos llevaría al “mar de la felicidad”. Él y Maduro nos han ido llevando hacia allá, inexorablemente, certeramente, diabólicamente. En Cuba, Fidel Castro mandó al paredón a todos sus adversarios. En el siglo XXI no es tan fácil hacer lo mismo, pero la inseguridad en la Venezuela de hoy es equivalente al paredón en la Cuba de ayer. Y el resultado es el mismo: cientos de miles de inocentes muertos y la emigración de la población mejor educada. Estamos asistiendo al funeral de nuestra nación. Nuestra patria muere cada día, con cada venezolano que asesinan, con cada venezolano que se va. Sentido pésame, Venezuela.