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¡Se despeñó el autobus del Estado!

¡¡El chofer del autobús grita: estamos en manos de Dios!!
Vamos sin frenoooos.  Se nos salió una ruedaaaaa. . Estamos frente al despeñadero!  Gritaba  el chofer aterrado. Y abandonando el volante, se volteó hacia los pasajeros y le dijo: “encomiéndense a Dios, Dios tendrá misericordia de nosooooooootruuuuus”, la última palabra gritada ya en el aire, cuando el vehículo iba camino a las rocas.
Se salvaron unos 938.765 pasajeros quienes habían abandonado el bus en paradas anteriores. Ellos  se habían bajado del bus  porque  habían advertido que el chofer estaba drogado, o borracho, o simplemente era un tarado. Sin embargo, muchos otros miles de pasajeros parecían tan contentos con el chofer que le gritaban: “Púyalo, Nicolás!”, entre ellos el Samper, la Kirchner, los colectivos, Darío Vivas y Desiré Santos Amaral. El colector Rafael Ramírez se salvó porque se había ido de vacaciones largas para Nueva York, dejando en su lugar a Pedro Carreño, quien fue el primero en salir volando por una ventana. Miles de pasajeros también se salvarían porque  al ver venir el precipicio y oír los chillidos del chofer se habían provisto de amortiguadores para el trancazo. Además, viajaban en la sección trasera del bus porque los eufóricos pasajeros de boina roja, con bolsillos llenos de bolívares devaluados y  tomándose el miche que les daba la revolución,  los habían empujado para allá, ya que no eran dignos de viajar cerca del chofer, ungido por el líder intergaláctico. Ese abuso los salvó porque el bus se partió en dos al chocar contra las rocas y la parte de atrás quedó intacta, mientras que los pasajeros gozones de la revolución se hicieron papilla junto con el chofer.
Y es que el chofer no había querido escuchar los consejos de Henri Falcón y de Rafael Poleo quienes le habían aconsejado: “Baja la velocidad, mijo. Haz una parada, échate agua en la totora, que la tienes recalentada,  tómate un respirito”. Nada de eso. Sentía al pájaro incrustado en la oreja izquierda, que le decía, con insistencia: “más rápido, más rápido, mira que ya vas a llegar”.
¿Llegar, adónde?  Pensaría el chofer, en su último momento de conciencia, antes de desaparecer para siempre entre las rocas. Porque el chofer realmente nunca supo adonde era que el pájaro lo quería ver llegar.
Nosotros si lo sabemos, gracias al diario del difunto, rescatado de la abandonada embajada de Cuba en Caracas. Este documento de gran valor  histórico e histérico revela las verdaderas intenciones del occiso. Es una historia triste. El difunto había sido abandonado  por sus padres cuando chiquito. Tuvo que refugiarse en casa de la abuela y vender dulces para comer. Un día le negaron la entrada a la escuela primaria porque no tenía alpargatas. Luego, Moncho Brujo no lo dejó entrar en una fiesta en La Lagunita. Ello le inyectó una gran dosis de resentimiento hacia la sociedad que se había portado de tal manera con él.  Tiempo después, aunque golpista fracasado, pudo llegar a la presidencia  gracias a la democracia venezolana, llevado allí por quienes se subirían al bus de la revolución. Su resentimiento lo llevó a tratar de convertir a su país en un paraíso para los  acomplejados y tratar de aplicar su revolución del odio contra los venezolanos educados . Pudo  extenderla brevemente   hacia los demás países de la  región, logrando captar a adeptos resentidos como él, gracias a los millones de dólares del petróleo. En ese autobús denominado El Expreso del Odio se montaron Ortega, Morales, Correa, Cristina, Zelaya, Lugo y hasta un pragmático José Mujica que recibía dinero para las empresas uruguayas quebradas y petróleo que su país no podía pagar.
Al ver llegar su final el difunto no lo pensó mucho. El único que puede terminar satisfactoriamente mi tarea de destrucción nacional, se dijo, es Nicolás. Puedo morir tranquilo,  sabiendo que él queda conduciendo el bus del estado, encargado de consumar mi venganza contra quienes me humillaron desde chiquito.
Y así fue. Ayer vimos como el bus se fue por el despeñadero. Tocará a los sobrevivientes de la tragedia subir la cuesta del precipicio, dejando atrás los restos del vehículo para lograr construir uno nuevo. No será tarea fácil pero, al menos, esperemos que a los sobrevivientes  no se les ocurra utilizar los mismos planos del vehículo que yace entre las rocas. 
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