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Rabia

Emoción y pecado; arma de supervivencia del incontinente, reducto cognitivo o leitmotiv del memorioso, el ávido de retaliaciones. Si a algún compañero de viaje hemos podido auscultarle prolijamente el rostro a lo largo de este periplo, es a la rabia. Enlazada con la frustración y el hartazgo, la rabia dispuso palenque perfecto para que en sus orígenes el chavismo se sirviese de la crítica a una realidad injuriosa, que traducida al lenguaje del odio y la virulencia resultó comunicacionalmente atractiva: si algo no se le puede negar al arrebato es su sex-appeal político. La rabia, una vocación, como pregonaría Silvio Rodríguez, se unió a la ola de resemantizaciones. Disfrazada de idealismo, una “rabia justa” que según el brasileño Paulo Freire sirve de motor de cambio, “que protesta contra las injusticias, contra la deslealtad, contra el desamor, contra la explotación y la violencia” (ira y violencia, ambas vistas como “parteras de la historia”, absolviendo por la temeraria embestida retórica, la metralla a lo Eva Perón: “sobre la ceniza de los traidores, construiremos la patria de los humildes”) devino en seña de carácter, de autoridad, del “guáramo” de quien acudía para redimir al “pueblo”.

Contrario a lo que presupone la política –la posibilidad de zanjar a través de la razón el conflicto entre adversarios que rivalizan por el poder- se impuso una lógica del enfado permanente que llevó a celebrar no el autocontrol, no la capacidad de mantener la cólera a raya, sino todo lo contrario. Pareciera que mientras más desafuero, incontinencia emocional, ojos inyectados, gritos e insultos hubiese, más rating electoral se garantizaba. Ingrato retroceso: la rabia, expresión de lo pre-verbal, lo pre-cognitivo, un mecanismo de defensa psicológica primaria que surge en el individuo como solución al trauma infantil de no encontrar satisfacción a sus urgencias, se hizo emoción dominante. La descolocación de la contienda política, ahora fuera del alcance de la razón, nos puso a vivir en medio de una alocada fiesta del instinto que insiste en reducirnos.

A merced de una cantera inagotable de yescas, la habilidad del chavismo para capitalizar la rabia colectiva y fundirla con la propia blindó su permanencia en el poder. Asumida como bandera del relato populista del Socialismo del siglo XXI, la ira parecía un medio eficaz a la hora de alcanzar objetivos: en este caso, deshabilitar al enemigo, anularlo, “pulverizarlo” mediante la intimidación permanente, los colmillos expuestos. Presta al destructivo pero útil antagonismo, la revolución demandó en nombre del pueblo el atávico cobro de revanchas, hic et nunc, haciendo pagar al resto de la sociedad por la miseria que las “élites corruptas” impusieron al descamisado. Pirotecnia, aspavientos y coartadas no han faltado, pero caben pocas dudas de que tras la careta de la gesta multitudinaria y común jadean los egoístas modos del resentido.

Con todo y que la dirección del viento luce tan adversa al oficialismo -o precisamente por eso- el resentimiento y su rabiosa prole no dejan de castigarnos. La acumulación de rencores individuales, eso que Peter Sloterdijk llama el «banco de odio» de las revoluciones, continúa nutriéndose de la memoria de la vieja herida, la violencia padecida, la afrenta, el traumatismo jamás superado y a menudo proyectado por estos Edmond Dantès de reciente cuño. Ninguna otra cosa explicaría la amargura o la banalidad de la maldad de ciertos funcionarios que, valiéndose de sus saltos y posiciones, amenazan y entorpecen de mil maneras los derechos de una mayoría deseosa de hacer valer sus derechos políticos: activar el revocatorio, por ejemplo.

Sí: pensar en ello no deja de encresparnos. Y es que ciertamente hay algo muy torvo en esta dinámica: la rabia alimenta la rabia. Por un lado, quien descarga su furia contra otro asegura para sí un breve islote de desahogo, pero no la salida irrevocable de sus laberintos. Asimismo, la ira de la que se es víctima suma motivos para cultivar la propia, todo lo cual completa un círculo vicioso y siniestro: y sabemos que tras 17 años de desafuero institucionalizado, a los venezolanos se nos dificulta rehuir la tentación de instalarnos en tal abrazo, no entregarnos a un reeditado, frenético, inagotable mercado de desquites. Pero la verdad es que ya no podemos darnos el lujo de ser arrastrados por el río desbordado y errático al que nos condena la cultura de la indignación.

Aun cuando cierta ira podría leerse como reflejo de los impulsos thimóticos que remiten al orgullo, la dignidad o el reclamo de reconocimiento (un buen inicio, si gestionado con sensatez) no puede adjudicársele la faena de ser partera vitalicia del cambio: hay que superarla, darle apropiado cierre, trascenderla. La epopeya de hoy es otra, sus fines y motivaciones nos precisan distintos: que la lección para los rabiosos y su contagiosa calentura sea entonces juntar nuestras respiraciones para procurar, esta vez sí, toda una nueva era de alumbramientos.

@Mibelis

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