Por qué todos debemos ser Nisman
En memoria de Jaime Einstein, muerto recientemente en Israel (*)
Ante todo, mi gratitud al rabino y amigo Mario Rojzman por el honor de permitirme estar hoy 18 de febrero junto a ustedes en esta sinagoga de Miami Beach, en un día muy singular, honrando la memoria de Alberto Nisman, quien perdiera la vida defendiendo la causa de la justicia, la causa de los argentinos decentes, y la causa, en definitiva, de todos las personas que aman la libertad.
Le dedico esta breve charla a un buen amigo, Jaime Einstein, abogado y escritor cubano-americano-israelí.
Tras una carrera plena de éxitos profesionales, Jaime se trasladó a Israel a pasar allí su tercera edad. Estaba lleno de planes y de sueños. Era un ardiente sionista y la muerte le sorprendió en Safed, Galilea, a los 67 años.
Al menos murió en su tierra prometida. En estos tiempos de exilios prolongados e inciertos, morir en la tierra que uno ama es un privilegio. Jaime lo tuvo.
Debo aclarar que no estoy aquí en mi condición de analista de CNN en español, de columnista del ABC de Madrid, del Miami Herald, de los otros diarios y portales de Internet que reproducen habitualmente mis columnas, o de las estaciones de radio que transmiten mis comentarios, medios de comunicación, todos ellos, justamente celosos de la objetividad e imparcialidad que le deben a su público.
Ninguno de esos medios tiene la menor responsabilidad en el contenido de mis palabras, aunque estoy seguro, porque los conozco, que coincido con muchos de los profesionales que en ellos laboran. Aman demasiado la libertad para que fuera de otra forma.
Comienzo.
El lema que nos convoca es Todos somos Nisman.
Por una de esas casualidades que nos depara la vida, hoy, cuando desfilan en varias ciudades del mundo bajo el lema Todos somos Nisman, se cumple un año de la detención arbitraria de Leopoldo López en Caracas, otro héroe de la libertad, al que no han dejado de maltratar y torturar en los calabozos de Nicolás Maduro.
Aunque el lema que nos une es Todos somos Nisman, muy bien pudiéramos decir, también, Todos somos Leopoldo López, para que este joven venezolano sepa que estamos con él, que no lo olvidamos ni olvidamos su ejemplo.
En todo caso, el título de mi charla es ligeramente diferente: Por qué todos debemos ser Nisman.
Todos debemos ser Nisman porque este hombre justo, muerto a los 51 años, quien deja huérfanas dos hijas pequeñas a las que amó intensamente, en medio de una existencia generosamente productiva, dedicó una buena parte de su vida a investigar el criminal atentado contra la sede porteña de la Asociación Mutual Israelita Argentina, conocida por sus siglas: AMIA.
Ese acto terrorista, cometido el 18 de julio de 1994 por medio de un coche bomba similar a los que estallan frecuentemente en el Medio Oriente, costó 85 vidas y centenares de heridos, así como la destrucción de numerosas viviendas y otros daños materiales.
Parece probado que tras ese hecho monstruoso está la mano de Irán, por medio de la organización terrorista Hezbolá. Alberto Nisman acusó a seis personas del atentado: cinco iraníes y un libanés.
La INTERPOL encontró causa justificada a las órdenes de detención y las cursó, aunque no han sido ejecutadas. Los iraníes eran todos ministros o altos funcionarios del gobierno de Teherán. Fue un incalificable crimen de Estado.
No obstante, es muy probable que la onda expansiva de aquella explosión, provocada sin otro propósito que matar judíos, haya llegado a nuestros días, más de dos décadas después, y le haya costado la vida a Alberto Nisman.
Aquella bomba continúa matando.
Todos debemos ser Nisman, porque no puede quedar impune el crimen de la AMIA, como no puede quedar impune la muerte de Alberto Nisman. Hay que llegar al fondo del asunto, caiga quien caiga.
Todos debemos ser Nisman, porque la causa de las víctimas de la AMIA, como la causa de este fiscal valiente y decidido, debe ser la causa de toda persona honorable que rechaza el antisemitismo y cualquier agresión perpetrada contra cualquier grupo étnico, ocurra donde ocurra.
Todos los crímenes son odiosos, pero el más odioso de todos los crímenes es el motivado por el odio genérico.
Ese vil crimen que no se comete contra un individuo específico –que tampoco se justifica–, sino contra algunas personas debido a la religión que profesan, al idioma que hablan, al género con que nacieron, a la raza a la que pertenecen, al país del que son ciudadanos, al color de la piel que las cubre o a las preferencias sexuales que tienen.
Quienes pusieron esa bomba sólo tenían un miserable objetivo: matar judíos. No les importaba que fueran niños inocentes, madres de familia o ancianos indefensos nacidos y radicados a miles de kilómetros del reñidero del Medio Oriente. Eran culpables de ser judíos y eso bastaba para liquidarlos.
Incluso, a esos criminales ni siquiera les preocupaba matar a personas no judías por medio de esa terrible explosión.
Para ellos eran insignificantes daños colaterales derivados del objetivo primordial de asesinar judíos.
Veintiún años después, quienes acaso mataron a Alberto Nisman actuaron con el mismo odio.
Era un fiscal empeñado en someter a la justicia a quienes perpetraron el crimen y a los cómplices que los encubrían.
Y, además, era un judío. Matarlo, para los asesinos, era sólo la continuidad de un acto inacabado en el que insisten, una y otra vez, sin el menor asomo de arrepentimiento.
Todos debemos ser Nisman, porque este fiscal ejemplar, al margen de que las víctimas de la AMIA, fueran o no judías, luchaba contra la falta de subordinación a la ley por parte del gobierno, y ese es un mal muy extendido que, desgraciadamente, no sólo afecta a los argentinos.
Según se desprende de las acusaciones que Nisman dejó formuladas, si se comprobaran en un juicio justo, el gobierno de la señora Cristina Fernández de Kirchner sería culpable de encubrir el crimen de la AMIA para proteger a los criminales.
¿Por qué esos funcionarios, que han jurado la Constitución, harían algo absolutamente censurable que contradice las leyes de la República?
Hay, al menos, dos teorías. La hipótesis del soborno pagado por Irán a unos argentinos carentes de escrúpulos con el objeto de proteger a los terroristas que Teherán alienta y ampara, y la repugnante “razón de Estado”.
En un caso se trataría de funcionarios corruptos que obstruyen la justicia en busca de un beneficio personal, a sabiendas de que centenares de compatriotas sufrirán emocionalmente porque los cadáveres de sus seres queridos han sido vendidos a sus asesinos.
Las acciones terroristas duelen mucho, pero también duelen la falta de solidaridad, la hipocresía, el doble lenguaje y la ausencia de justicia.
Si no se hace justicia, lo sabemos, el duelo no se cierra nunca y las heridas de los supervivientes y sus familiares jamás cicatrizan.
En el otro caso, el de la “razón de Estado”, estaríamos en presencia de unos mercachifles que fueron capaces de violar las leyes, los derechos de las víctimas y el espíritu de la justicia para realizar una transacción ensangrentada e ilegal que parece que ni siquiera llegó a puerto.
No hay ninguna “razón de Estado” o interés económico que justifique la negación de justicia a las víctimas de la AMIA.
En todo caso, es inevitable hacerse la hiriente pregunta: ¿habría invocado el gobierno argentino la “razón de Estado” si la entidad afectada no hubiera sido judía y judíos muchas de las víctimas?
Cualquiera que sea la motivación, existe una indignante violación de la ley y otra muestra de la arrogancia de una clase dirigente que ignora que ha sido elegida para servir a la sociedad y no para servirse de ella para fines ilegales.
Todos debemos ser Nisman porque a todos, argentinos o de cualquier nacionalidad que tengamos, nos interesa que los gobiernos aprendan que deben actuar con propiedad y transparencia, rindiendo cuentas de sus actos.
La turbia opacidad de los gobiernos, que suele ocultar trampas y maniobras al margen de la ley, es una de las razones por las que nuestras sociedades desconfían de la legalidad republicana y les abren la puerta a los comportamientos políticos antisistema.
Si el fascismo, el populismo y el militarismo periódicamente suelen despertar las simpatías de muchos latinoamericanos, es porque los políticos se burlan de las normas republicanas y devalúan el sistema de gobierno con el que se han constituido las 20 naciones más exitosas del planeta.
Todos debemos ser Nisman porque este fiscal argentino dio su vida por defender la independencia del poder judicial, la institución más importante de un verdadero Estado de Derecho.
Es verdad que a los miembros del poder judicial no los elige el conjunto de la sociedad, y eso es acertado porque su función no es complacer a la mayoría, ni servir a quienes mandan en la casa de gobierno, sino hacer cumplir las leyes de la república y proteger los derechos de los individuos, las dos tareas más nobles e importantes de cualquier sociedad.
Si hoy los argentinos tienen la esperanza de la regeneración del país, y de volver a ser la nación puntera que era a principios del siglo XX, es porque existe un puñado de jueces y fiscales dispuestos a defender la ley y la justicia al precio de ofrendar la propia vida.
Decía José Martí que había hombres que crecían bajo la tierra. Hombres cuyas vidas, cuando se extinguen, abonan la convivencia humana para que fructifiquen en otros las mejores virtudes ciudadanas.
Ojalá que del sacrificio de Alberto Nisman salga una Argentina mejor, más libre, democrática y respetuosa de las leyes.
Ojalá que el país más grande, fértil y educado de América Latina encuentre el destino que merece porque un día sus ciudadanos, cansados de tantas derrotas, asqueados de tanta inmundicia, decidieron ser Alberto Nisman y colocarse, otra vez, en la proa del planeta.
Ojalá.
Gracias por escucharme.
(*) Esta nota reproduce el discurso pronunciado por el autor este 18 de febrero en una sinagoga de Miami