Poder y virtud
Que lo propio de la política es la conquista y conservación del poder, es algo indiscutible. Eludiendo nociones absolutas, la “maldad” o “bondad” del agente político, he allí un objetivo que prefigura su acción, el hilo que conecta los pulsos del Strategos ateniense, los del príncipe florentino del siglo XVI, los del revolucionario francés del siglo XVIII o los del estadista del XX y XXI. En atención a esa descarnada premisa, las convicciones privadas suelen perder protagonismo, el afán por imponerse sobre otro acaba por desactivar los escozores morales. No en balde Weber afirmaba que »quien se mete en política, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo”. Aquel que no es capaz de ver esto, remata, “es un niño, políticamente hablando».
Pero al mismo tiempo, hay que admitir que la necesidad de ser eficaz en el marco que despliega la competencia democrática, por ejemplo, serena los rasgos de esa encarnizada confrontación, problematiza la idea que remite a la violencia como primera ratio de la política. Ganar votos, voluntades y legitimidad para acceder al gobierno, es una dinámica que necesariamente introduce frenos al básico impulso de suprimir al adversario.
En tal contexto, hacerse del poder ya no dependería como en otras épocas de la disputa de territorios en la guerra, del establecimiento unilateral del dominio o la capitulación y eliminación física del enemigo. En la ecuación que plantea la política moderna operan factores que civilizan ese impulso, que subordinan la fuerza física a la incorporación activa de un ciudadano que ejerce su soberanía a través del voto, o que obligan a políticos a domeñar sus egos y pactar, para convertirse en vehículos de bienestar colectivo. (Weber habla también de una tensión necesaria entre lucha y culpa, por cierto, como fruto de esa evolución). Ese interés por ganar poder -lo que a veces induce a recurrir a medios non sanctos– se ve obligado a coexistir con la búsqueda del bien inherente a todo idealismo. Bien común, Rēs pūblica, mancomunidad, interés general, formando parte constitutiva de una ética de la responsabilidad que lleva a privilegiar la satisfacción de demandas de la sociedad, a garantizar gestiones exitosas y resultados incontestables.
Tales reflexiones sirven para comprender las acciones del moderno Zoon politikón, en tanto ser humano sometido ora por las contradicciones inherentes a su condición, ora por las viejas-nuevas presiones del oficio. A propósito de esto, cabe traer a colación una notable biopic, “Hasta el fin” (“All the Way”, de 2016, guión de Robert Schenkkan y dirección de Jay Roach). Allí nos encontramos con una figura no suficientemente reconocida por la historia política estadounidense, la de Lyndon B. Johnson (interpretado por un magnífico Bryan Cranston), quien en 1963 se convierte en presidente sobrevenido tras el asesinato de John F. Kennedy.
Tras el forzoso aterrizaje en la Casa Blanca, sin el encanto y los apoyos de su antecesor, el ex Vicepresidente resuelve completar un proyecto cuya realización resulta casi una odisea, dada la controversia y rechazo que desata sobre todo en el sur de los EE. UU: la aprobación de la Ley de Derechos Civiles. Presionado por Martin Luther King jr. y su gente para que el instrumento legal se aprobase sin modificación alguna; urgido por las amenazas de abandono del partido por parte de demócratas sureños, quienes veían en la ley “el programa radical de grupos de izquierda”, Johnson asume un costoso desafío. El de preservar su autoridad y asegurar el triunfo demócrata en la elección de 1964, sin que eso implicase sacrificar la propuesta destinada a acabar con la segregación en un país atascado en sus atavismos y prejuicios raciales.
Acá, la hazaña y estampa del propio Johnson distan mucho, eso sí, de la caricatura estereotipada que tradicionalmente nos han ofrecido algunas grandes producciones hollywoodenses. No nos topamos por tanto con el político encasillado en la maniquea representación del héroe o del villano. La del hombre sin escrúpulos guiado por su sola y mezquina ambición y, en otro extremo, la del estoico paladín que sacrifica toda ganancia personal en aras del bienestar ajeno. En este caso, el protagonista es todo menos una figura impoluta o dotada del carisma que sí adornaba al fascinante Kennedy, el mito Kennedy, “el líder más importante de nuestro tiempo”, a decir del propio Johnson.
La cinta describe más bien a un ser vulgar, bonachón, algo tosco y arrogante, que no oculta sus ansias de poder. Obsesionado con el trabajo, con raptos de euforia y humana ira que no dispensan ni a su incondicional esposa; intolerante con la homosexualidad, incluso, que descubre en uno de sus más cercanos y queridos colaboradores. Al mismo tiempo, lejos de pertenecer a la aristocracia política de su país, vemos a un pintoresco sureño con una infancia marcada por la pobreza, circunstancia que le hizo conocer de cerca las atrocidades del racismo y sensibilizarse ante la injusticia, el hambre, la discriminación que sufrían los inmigrantes en Cotulla, Texas. Una personalidad compleja, un decisor sumido en un entorno crucial y convulso, en fin. Líder con luces y sombras, dispuesto a derrotar a los saboteadores de la ley, a negociar sin complejos con el rival republicano, comprometido “hasta el fin” con la tarea que llevó a un Senado que llevaba casi cien años rechazándola, a dar luz verde a la revolucionaria agenda de Derechos Civiles.
He allí una reflexión, también, sobre ese delicado juego de concesiones y renuncias, el ejercicio de realismo y responsabilidad que implica la política. El hervidero que desató este episodio no estuvo exento de violencia (recordemos el “Bloody Sunday” en Selma o los asesinatos de los activistas pro derechos civiles, en Mississippi, por miembros del Ku Klux Klan). Penosamente, tampoco se ha podido separar el nombre de Johnson de uno de los mayores dislates de la historia estadounidense, la guerra de Vietnam que acabó heredando. Asomarnos a esos momentos en los que la elemental lucha por el poder es trascendida por los más sublimes propósitos, no obstante, lleva a creer que superar las rémoras del pasado y generar transformaciones siempre es posible. Digamos, pues, junto con Johnson: es hora de escribir el próximo capítulo.
@Mibelis