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Poder y corrupción, corrupción y poder

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Reducido al estricto ámbito crematístico, el término alude al uso, abuso y usufructo de los dineros públicos, quebrantando la ley,  para afianzar el respaldo de los protegidos y favorecidos por el detentor de un régimen a su sistema de dominación. Abrirle las bóvedas de los dineros públicos a funcionarios y paniaguados, amigos y familiares del poderoso no es, por ello, una novedad. Pertenece a la tradición política universal. Para refrenar la cual se han creado las instituciones del Estado. Y para abusar y hacer una utilización indiscriminada de ella, las dictaduras.

Las dictaduras son el epitome del uso indiscriminado de la corrupción. Pues en ellas va acompañada de dos factores que la respaldan y favorecen: la siempre latente o factual amenaza de muerte o de todos sus prolegómenos y metáforas – la persecución, la cárcel, el asesinato – al adversario arrinconado, y por su complemento necesario: la corrupción política. Detrás de los doce mil millones que acapara y oculta en un banco extranjero un guardaespaldas del mandatario o de los miles de millones que se le atribuyen a los capataces y  poderosos del régimen, está la promesa de casas, carros, computadoras, pollos, huevos y hasta papel toilette – cuando dicha dictadura hace crisis – al último sostén de la dictadura: el bajo pueblo.

Nada novedoso: pan y circo para la servidumbre, oro y diamantes para los paniaguados.

El nazifascismo hizo un uso estricto y bien administrado de la corrupción. Desarrolló incluso una estética del deslumbramiento. Más que Hitler, el esteta de la corrupción hitleriana fue Göhring: palacios, obras de arte, vestuario y unas escenografías monumentales que debían transmitir la impresión de la grandeza celestial de un imperio que prometía durar más de mil años. Era una corrupción la suya que revertía sobre la imagen del propio régimen y el brillo especular que despedía su existencia. El protestantismo germano le ponía límites a la avaricia y la ostentación individual: más que dinero en bruto, los jerarcas exhibían una riqueza inmediata en sus limusinas de lujo, sus palacetes, sus obras del arte universal saqueadas en sus correrías bélicas, sus uniformes, sus joyas. Hugo Boss fue el diseñador de sus uniformes.

Puede que en ese hecho – la naturaleza social del usufructo de la corrupción – radique la diferencia esencial entre la corrupción de las jerarquías nazis y bolcheviques y los jerarcas del Poder en Latinoamérica. Pues con el estalinismo se desata la misma fiebre de la corruptocracia: hartarse con caviar y champaña mientras se hambrea y desangra al pueblo. La corrupción que hoy se vive abandonó su funcionalidad burocrática para detenerse en el corrupto por antonomasia: el funcionario.

Carente de un sistema de dominación estructurado que no lo esté sobre la brutal base del poder sobre la vida y la muerte del pueblo emancipado y la dominación de la seducción el engaño y la perversión moral del populacho, hoy la corrupción se expresa en el simple arrebatón del privilegiado que se sienta a la vera del tirano. Desde espalderos a asesores y desde aliados a familiares, la fuente de la riqueza inmediata fluye por miles de miles de millones de dólares. Sin el temor al control o al castigo. «Insomne, sorda, como un viejo remordimiento o un vicio antiguo» – diría Césare Pavese. La muerte.

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Cuando Bolívar manifestó a comienzos del Siglo XIX que la moral y las luces eran las primeras necesidades del pueblo venezolano dijo, en positivo, lo que era su estricta verdad en negativo: el pueblo llano venezolano carecía de ambos atributos. Ni tenía luces ni sabía de moral. Dos soberbios atributos adquiridos como una segunda naturaleza por el hombre en decenas, si no cientos de miles de años de civilización y cultura. A mayor barbarie, menos moral y menos luces. Una vez victoriosa la revolución independentista, para Bolívar venía la verdadera revolución: la revolución cultural y moral. Arrebatarle Venezuela a la barbarie y dirigirla por la senda de la cultura y la civilización.

(Pero tampoco un venezolano magnífico y extraordinario como Bolívar podía hacer milagros: para lograr la independencia política tuvo que transar con la incultura y la barbarie. La dialéctica de su ilustración. Servirse de las mismas tropas de que se sirvieran Boves y Antoñanzas, arrebatadas por Páez con la promesa de tierras y poderío. Y crear una Nomenklatura de caudillos que se le atravesarían en el camino a todas sus intenciones de moral y de luces. Desde entonces la Independencia política de nuestro país trastabilla en manos de caudillos bárbaros y corruptos, tiranos y dictadores. Salvo durante treinta impecables años de esfuerzos civilizatorios. Tras doscientos años de República democrática el pueblo aún parece huérfano de moral y de luces. Como si la modernidad no hubiera hecho mella en sus espíritus ¿O ya hay quién lo niegue?)

La estirpe sembrada por Antonio Leocadio Guzmán engendraría una de las primeras más fastuosas y rumbosas fortunas debidas a la corrupción política de que Europa se enterara en el último tercio del Siglo XIX: la de su hijo Antonio Guzmán Blanco, el Ilustre Americano. Mientras su padre negociaba la entrega de la recompensa en oro que el gobierno peruano dispusiera en agradecimiento al Libertador, su hijo, funcionario de Monagas, obtenía un crédito del gobierno inglés para Venezuela cuya sola comisión le produjo el equivalente a bastante más de cien millones de dólares – para entonces una suma tan fastuosa como los doce mil millones de dólares depositados por Alejandro Andrade en una sucursal suiza de un banco londinense – , con los cuales cimentó una exuberante fortuna de la que él y sus hijas disfrutaron en Paris codeándose con la aristocracia y el nuevoriquismo francés con la que se emparentaría siguiendo la clásica alianza de aristócratas pobres como unas ratas con arribistas sin clase, pero multimillonarios. Otro caso similar vivimos en estos tiempos de resurrección de nuestra barbarie con otro matrimonio de campanillas celebrado en Madrid bajo los mismos principios. Un aristócrata de añosa dictadura con un banquero sombreado por la estentórea figura del autócrata.

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Un reciente reportaje de El País, de España, se refería a los vaivenes de los gobiernos de las tres damas de la izquierda suramericana  – Dilma Rousseff, Cristina Kirchner y Michelle Bachelet – afectadas en pleno plexo solar por sendos actos de corrupción, de dimensiones prácticamente desconocidas hasta ahora. Un tiempo que bien podríamos bautizar como los tiempos de la corrupción.

El hilo de Ariadna que une la tradición corruptocrática de Venezuela – saldada con la homérica, pantagruélica, heliogábala cifra de trescientos cincuenta mil millones de dólares supuestamente saqueados del tesoro público –  es de difícil rastreo en la historia de la corrupción pública de Brasil, de Argentina y de Chile. Pero la novedad no radica tanto en su existencia previa, de la que el caso de Chile es particularmente revelador, pues la corrupción parece allí  relativamente inédita. Lo verdaderamente novedoso e impactante es que se trata de una corrupción de alto vuelo llevado a cabo por gobiernos socialistas, incluso filocastristas y, desde luego, amplia y definitivamente favorables al castrochavismo venezolano.

Es la corrupción, el saqueo y la indebida apropiación de los dineros públicos, adobada con crímenes contra la justicia y la moral públicas de parte de quienes, herederos del más estricto y riguroso moralismo bolchevique, no sólo la consideraban parte indiscernible del capitalismo y la política liberal-conservadora que lo acompañan,  sino que se exhibían como garantes incorruptibles de la mayor probidad. Para decirlo con una vieja y desesperanzadora exclamación: es el acabose de mundo. Ni la izquierda, ni muchísimo  menos la castrista y revolucionaria, se salva del mal de los ladrones, estafadores, saqueadores y caballeros de industria que parece haber llegado para dominar el mundo.

Un caso ilustra el cambio de los tiempos. Las fuerzas armadas chilenas mantuvieron  pleno, absoluto y total respaldo a su comandante en jefe mientras libró lo que consideraban, siguiendo la doctrina del Estado chileno, la guerra total contra la subversión castrista. Contra viento y marea, en las buenas y en las malas. Incluso en los tiempos de mayor adversidad, cuando prisionero de la justicia inglesa se debatía entre la libertad y la prisión de por vida.  No era un chileno cualquiera el que se enfrentaba a la justicia internacional: era «su» comandante en jefe, el único capitán general desde tiempos independentistas. Pero bastó que saliera a luz un depósito a su favor por 12 millones de dólares en un banco inglés, para que dicho respaldo le fuera retirado de inmediato y para siempre. Una cosa era luchar a muerte contra la subversión y otra muy distinta servirse del Poder para enriquecerse.

Doce millones de dólares. Nada, una minucia, una calderilla, sencillito para propinas de un Alejandro Andrade o cualquiera de los billonarios boliburgueses del régimen venezolano. O gastos de representación para la ágrafa heredera del autócrata en funciones diplomáticas.   Pero poco menos que la misma suma que movió la nuera de Michelle Bachelet accediendo a un crédito de favor de un banquero cercano a la Concertación y la Nueva Mayoría gobernante para comprar unos terrenos que revendidos luego de un cambio de regulación urbana, de la que sólo el hijo de la presidenta de Chile podía estar informado, redundaría en una ganancia inmediata cercana a los tres millones de dólares.

Las fuerzas armadas le retiraron por esos doce millones de dólares todo su apoyo al general en desgracia. ¿Le retirará ahora su apoyo el partido de la presidenta? Ya poco importa: el daño está hecho.

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