Pinochet y la transición: el plebiscito de 1988
—¿Qué consecuencias le trajo el hecho de haber sido la figura pública más importante del 5 de octubre de 1988?
—Ninguna. Creo que la mayoría de la gente entendió que el poder político no me importaba para nada. Lo que sí me importaba era que en Chile se cumpliera la Constitución y se restableciera la democracia.
Fernando Matthei, comandante en jefe de la Fuerza Aérea y miembro de la Junta de Gobierno de la República de Chile.
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Jamás pensé que algún día envidiaría la salida que una parte de los protagonistas de la grave crisis chilena, responsable del golpe de Estado y del rompimiento del hilo constitucional hallaría motu proprio: fijar constitucionalmente el mecanismo que dejaba en manos de la mayoría de los chilenos, expresada mediante un mecanismo propiamente democrático, la decisión acerca de si el gobierno dictatorial del general Pinochet continuaba a cargo del Estado al frente de la sociedad chilena por otros ocho años a partir del fin del vigente mandato –1988–, automáticamente y sin posteriores trámites en caso de que tal consulta plebiscitaria le fuera favorable, o negarle tal derecho y proceder a unas elecciones presidenciales que, de ser perdidas por el candidato que la dictadura instituyese supondrían el fin definitivo de la dictadura y el comienzo de la transición hacia la democracia. Como en efecto sucediera, por propia voluntad y sin imposiciones de la oposición democrática.
La idea no era grata al general Pinochet, que hubiera preferido fijar de una vez y con fuerza constitucional la duración de su período de gobierno directamente hasta 1998. Vale decir: gobernar por 25 años. Un cuarto de siglo. Una presidencia prácticamente vitalicia, pues para entonces ya tendría 83 años. Que el capitán general justificaba con la necesidad de poder llevar a cabo el programa completo de las profundas transformaciones de la sociedad chilena en que se hallaba empeñado. Pero así resulte difícil de creer, los pruritos constitucionalistas, democráticos, incluso formales de la Junta de Gobierno eran muy sólidos. Y la Junta no era decorativa ni se encontraba subordinada a otro poder que no fuera el suyo propio: era un ente político, con amplio conocimiento de la realidad nacional y una visión táctica y estratégica de un país al que se debía en alma, corazón y vida. En esa circunstancia, la estabilidad del mando en manos de Pinochet era fuertemente cuestionada. Hablamos ya de finales de 1977 comienzos de 1978, a cuatro años del golpe. Acababa de salir de la Junta el general Gustavo Leigh, que al mando férreo y absoluto de la Fuerza Aérea exigía la salida del general Pinochet, la asunción de la jefatura de gobierno y adelantar el regreso a la civilidad cuanto antes, hombre muy cercano a Eduardo Frei Montalva y a la democracia cristiana, como era. Fue derrotado y separado del mando y pasado a retiro. Pinochet había obtenido un resonante triunfo, que reafirmaba su mando absoluto.
Se produjo entonces, en 1980, la discusión sobre la nueva constitución, que debería ser sometida a plebiscito en 1982. Y la cuestión de fondo tenía que ver con la duración del período del presidente de la Junta y del país, que volvería a planteárseles a los chilenos en 1988. La idea de mantener la duración del período presidencial en ocho años era aceptada, aunque con reticencias, por los restantes miembros de la Junta. Duplicar su duración, como lo deseaba Pinochet, fue rechazado unánimemente. Y el mismo Pinochet rechazó entonces ir a unas elecciones generales que, dadas las circunstancias reinantes, hubiera ganado fácilmente. “Se me ocurrió entonces – cuenta en Mi testimonio el general Fernando Matthei, llegado a la Junta en reemplazo de Gustavo Leigh– agregar una exigencia mínima: ya que habíamos acordado que la Constitución fuera aprobada por plebiscito, ¿por qué no usar el mismo sistema para que los chilenos ‘le dieran el visto bueno’ al presidente designado por la Junta en 1988? Esta nueva fórmula, que fue mi aporte personal a las disposiciones transitorias de la Constitución, se aprobó tras una extensa discusión”.[1] La suerte de Pinochet, de la Junta y de la dictadura había sido sellada por la misma dictadura. Sin presiones externas.
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Quiso el destino que fuera el mismo general Matthei, considerado un traidor por sus compañeros de arma, puesto que fue el único general de la Fuerza Aérea en oponerse a la voluntad de Gustavo Leigh, haber respaldado a Pinochet y haber sido cooptado por él y los restantes miembros de la Junta como su sucesor a pesar de no corresponderle por antigüedad, quien le diera el puntillazo cuando a medianoche del miércoles 5 de octubre de 1988, seis años después, reconociera contra la voluntad del mismo Pinochet que el No habría triunfado en el plebiscito y que los chilenos debían decidir en unas elecciones presidenciales el fin de la dictadura y el comienzo de la transición, eligiendo a Patricio Aylwin al frente de la Concertación Nacional.
La lectura de esta importante entrevista testimonial es esencial para conocer los entretelones que se vivían en las más altas esferas del poder militar en Chile, al margen y en rigor en frente de lo que sucedía en el universo civil. Y tener suficientes elementos de juicio a la hora de comparar con lo que acontece en Venezuela en los círculos de mando cívico y militar y las respuestas y estrategias que se discuten en los mandos opositores, algunos de los cuales llevan años sosteniendo que, siguiendo el ejemplo chileno, una salida electoral es perfectamente posible en Venezuela. Sin ahondar en tal apreciación ni poseer el más mínimo conocimiento de las específicas características de la sociedad chilena, de sus fuerzas armadas y de la relación entre el mundo militar y el universo civil que ha caracterizado a ese país en sus doscientos años de historia.
A nueve años de la realización de dicho plebiscito, y ya preparándose para su puesta en acción, el mismo general Matthei recuerda haber afirmado lo siguiente: “Durante una entrevista publicada en junio de 1979 en El Mercurio, señalé que los partidos políticos debían estar funcionando libremente en el país antes de cualquier plebiscito, ya que éste podría ser considerado ‘una farsa’ sin información y sin debate abierto. También manifesté que los civiles tenían la obligación de buscar gente capaz de continuar la labor realizada y de prepararla para esos efectos. Recuerdo haber dicho ‘busquen, busquen líderes’. Pero esos planteamientos eran demasiado ‘avanzados’ y no le gustaron mucho al general Pinochet”. Créalo o no, al general Matthei le avergonzaba la idea de que se mantuviera a los miembros de la Junta incluso como senadores vitalicios: “A eso me opuse total y completamente, porque conociendo a mis compatriotas, sabía que sólo iban a aguantarlo durante un tiempo. No quería que más tarde nos dijeran ‘váyanse a su casa’. Eso habría sido bastante vergonzoso.”[2]
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De la lectura de estas confesiones se deduce con meridiana certeza que, salvo Augusto Pinochet, quien a partir de 1981 se convirtió en un presidente de iure y de facto, alejándose real y formalmente de los restantes miembros de la Junta, que le respondieron con la misma moneda, trazando un foso insalvable entre los intereses de uno y de otros, la disposición de las otras ramas de las fuerzas armadas –Marina, Aviación y Carabineros– era la de crear las condiciones para pasar cuantos antes hacia una transición democrática: “Al interior de la Junta, fui partidario de establecer claramente un calendario de transición, avanzando en el estatuto de partidos, el tribunal calificador, la ley de elecciones y la elección de un Congreso Nacional antes de 1989. Pensaba incluso que un cronograma acordado con la oposición sería una buena salida a la crisis, pero la actitud cerrada por parte de la Alianza Democrática y del gobierno impedían todo avance. El presidente Pinochet no estaba dispuesto a ceder ni un ápice, y menos aún bajo presión. Quería tomar estas cosas con más calma y sin mostrar señales de debilidad… Al general Pinochet nunca le gustaron los partidos políticos… pero en la Junta pensábamos distinto… Yo sostuve, incluso públicamente, que la actitud del gobierno en torno a este tema no era prudente. A mi juicio, los partidos son los que encauzan las corrientes de opinión en un país determinado y negar su existencia provoca un auge del caudillismo.”[3]
Del relato se deduce el grave desacuerdo que había surgido en el seno de la Junta de Gobierno en los prolegómenos del plebiscito. Solo el general Pinochet daba por segura su victoria y debió toparse con una dura oposición a cualquier desconocimiento de sus resultados: “Fue entonces cuando el almirante (Merino) y el general Stange (carabineros) le hicieron presente que, sea cual fuera el resultado, debía respetarse la Constitución. Pero el presidente les contestó que ‘si algo andaba mal’, sacaría las tropas a la calle, daría órdenes de establecer una cadena nacional y solicitaría el estado de sitio”. Todos comprendieron que se trataba de una bravata: las fuerzas armadas no se enfrentarían en una guerra intestina, que provocaría un holocausto sin precedentes. La suerte de la dictadura estaba echada antes de que se conocieran los resultados. La afirmación de Matthei llegando a medianoche del 5 de octubre a La Moneda y dando por hecho el triunfo del No, terminó por decantar el panorama. Lo demás es historia.
Cabe preguntarles a quienes consideran al voleo de las apariencias que lo sucedido en Chile es perfectamente repetible en Venezuela; si entre Diosdado Cabello y Nicolás Maduro o entre la almirante Meléndez y el general Padrino López reinan las profundas e irreparables diferencias respecto de la suerte y el destino de nuestro país que reinaban en el Chile de la Junta Militar de Gobierno. Si El Aissami y Vielma Mora tienen el mismo respeto y la misma consideración respecto del papel que deberían jugar los partidos democráticos que tenía el general Matthei. Y cabe, sobre todo, preguntarse si los miembros del Estado Mayor anhelan irse a sus casas a disfrutar de una honesta y discreta jubilación. Si no tienen pesadas y gravosas culpas que saldar con la justicia nacional e internacional como para favorecer un cambio democrático en Venezuela. ¿Cree alguien con dos dedos de frente y una mínima sobriedad moral que la satrapía desea y favorece una transición a una democracia? ¿Cree alguien que las fuerzas armadas venezolanas tengan el patriotismo, la honestidad y la integridad moral que tuvieron los altos mandos de las fuerzas armadas chilenas? Tengo las más serias dudas.
La palabra transición, que estaba en boca de algunos de esos altos mandos años antes del plebiscito, es constitutiva de un grave delito en la Venezuela de Maduro. Pregúntenselo al alcalde metropolitano. La recomendación de nuestros abuelos sigue siendo de obligado cumplimiento: antes de abrir la boca, es recomendable pensar. De lo contrario se corre el riesgo de pasar por imbécil.
[1] Matthei, Mi testimonio. Patricia Arancibia Clavel e Isabel de la Maza Cave, La Tercera Mondadori, Santiago, 2003. Pág. 345.
[2] Ibídem, pág. 346 y sig.
[3] Ibid.