¡Paren ya esta locura!
Aturde a los sentidos y nos lleva, desesperados, a buscar ese orden básico de confianza y seguridad sin los cuales no sabemos continuar con nuestras vidas. El nivel de violencia que se ha enseñoreado sobre los venezolanos desafía nuestra capacidad de asimilación. Ahora nos estremece el atroz asesinato del joven diputado oficialista, Robert Serra y de su acompañante, cometidos con inusitada saña. Retrocedemos espantados ante el abismo moral que nos traga pero el escándalo aumenta al darnos cuenta que no estamos atajando el colapso. Porque lo sucedido con Serra es apenas una muestra notoria, por su exposición como figura pública, de un mal que nos viene carcomiendo desde hace algún tiempo, desgraciando y enlutando a miles de familias cada año. Más allá del clamor porque se haga justicia y porque los medios policiales ejerzan su accionar de forma más efectiva, en nuestro fuero interno la angustia se ceba en las siguientes preguntas: ¿Cómo es que llegamos a esto? ¿Por qué no supimos -o no pudimos- activar los antídotos para contener tanta barbarie? Y nos avergüenza reconocer que es una crisis de valores lo que alimenta ese vaporón que nos asfixia. Porque es que el venezolano no es –o al menos, no era- así.
Llevamos más de quince años sometidos a una campaña de odio como fórmula para amasar poder, sustentada en la división de venezolanos entre “patriotas” -los legítimos herederos de lo que, supuestamente, quiso Bolívar- y los “apátridas”, quienes nos negamos a comulgar con la misión redentora de quien se ufanó de haber recibido su testigo. Al calor de esta cruzada fueron derribándose normas de convivencia, de respeto y consideración por el otro, bajo la premisa de que el glorioso futuro prometido no se concretaría hasta tanto no se barriera de la faz de Venezuela a los “burgueses”, “agentes del imperio” y demás enemigos que, por su negativa a aceptar tal destrucción -vendida como “revolución socialista”-, habrían abdicado de su condición de venezolanos. Y bajo el amparo de la anomia, se multiplicaban a la par las mañas para hacerse de la renta petrolera invocando al “pueblo”. En ausencia de rendición de cuentas, transparencia en el uso de los recursos, la acción contralora de poderes autónomos en equilibrio, la discrecionalidad y la arbitrariedad pasaron a gobernar su usufructo, sin otro límite que los votos de fe por la justeza de la “Revolución”.
El diputado Serra debió su ascenso meteórico a favoritismos que seguramente generaron resentimientos de más de uno con iguales apetencias. Y como el “gallito de pelea” con que se arrojó a la arena política, estos roces no han debido sino crecer. Encima, parece que sus responsabilidades con la “revolución” incluían su intermediación en la dotación de recursos y armas a los “colectivos”, muchos de ellos enfrentados entre sí. Las importantes sumas que ha debido manejar, el poder discrecional que le fue conferido para ello, el espíritu altanero con que lo ejercía, y el submundo mafioso, sin ley, en que le tocó desenvolverse, ¿No son, acaso, ingredientes clásicos para un desenlace fatal? ¿No estaría ahí la explicación de la saña salvaje con que fue ultimado? Toca a los expertos indagar en ello, más allá de estas conjeturas al voleo.
Pero más allá de los intentos de explicar tan horrendo crimen, aterrorizan las declaraciones de voceros importantes del oficialismo, empezando por el propio presidente de la República, acusando inmediatamente de ello, sin elemento probatorio alguno, a supuestos agentes tenebrosos de una oposición de ultraderecha orquestada por la siniestra figura de Álvaro Uribe.
Uno sabe, por haber estudiado el fenómeno, que el fascismo se asocia a pasiones irracionales. Pero la irracionalidad que permea su accionar no se expresa sólo en disparates sin sentido, como los que nos acostumbró a escuchar Chávez y, más ahora, su triste heredero. No, el fascismo se nutre de la irracionalidad, de los instintos primitivos de sobrevivencia, se sumerge en ellos y los metaboliza en el cuerpo social, en aras de imponer la violencia como recurso supremo en el ejercicio del poder. De ahí la reducción de todo desencuentro de pareceres a una guerra sin cuartel, en la que no solo se prohíbe negociar con quien es tildado de “enemigo”; éste se le niega su mera razón de existir. Y, como hemos sido testigos a lo largo de estos tres lustros, ello se enfunda en retóricas épicas, alimentadas con la referencia reiterada a la eterna conspiración de “los enemigos de la patria”, que brinda una patente de corso “revolucionaria” para arremeter hacia la conflagración final, “liberadora”. Porque la esencia del fascismo es cultivar el clima de odios, intrigas y ambiciones que genera los ambientes recargados de rencor en que crímenes atroces como el de Serra, lamentablemente, ocurren.
Es verdaderamente nauseabundo leer en los medios que un personaje como Diosdado Cabello, cabeza prominente del fascismo bolivariano, intente enrostrarle esta condición a sectores de una oposición de “derecha” para desviar la atención sobre los motivos del crimen de Serra y acusarlos de ello. Promover la inquina apelando a maniqueísmos primitivos sin sustento es consustancial a su reclamo de poder. Y Blanca Eekhout le hace eco, repitiendo esta incriminación en un grotesco intento por proyectar en otros la nefasta naturaleza de los que hoy mandan. Exacerbando los más bajos instintos, estos “líderes revolucionarios” destapan de las entrañas de resentimiento y odio que cultivaron, ese vaho venenoso que hoy nos desconcierta y nos lanza al desasosiego. Porque convencidos de su incapacidad por resolver los graves desajustes que agobian hoy a los venezolanos, prefieren degradar el clima político, huyendo hacia adelante con una cacería de brujas.
Pero no todos los chavistas pueden ser tildados de fascistas. A pesar de los intentos de adoctrinamiento fanático y la promoción de un espíritu de secta para entubar apoyos incondicionales, los graves problemas del país, y las mentiras descaradas para encubrirlos y culpabilizar a otros, ha despertado la conciencia crítica y la capacidad de discernimiento de muchos, que ahora entienden que este gobierno se encuentra en las antípodas de los sueños que motivaron su afiliación política. ¿Podemos esperar su integración en un bloque democrático, junto a fuerzas opositoras, capaz de contener tanto radicalismo destructor y evitar que se produzca un baño de sangre? ¿Cómo derrotar, ya, tanta locura antes de que sea demasiado tarde?
Los párrafos tercero, penúltimo y último, particularmente el penúltimo, son los mejores de este texto. Van a la fibra profunda del problema. El último asoma una tímida propuesta para una potencial solución del drama venezolano, en la cual se ha insistido desde hace mucho tiempo.