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¿Para quién baila Maduro?

Uno advierte la movida, el insolente pasito tun-tun, y tiene que abismarse, naturalmente. Roma ardiendo y Nerón, en su residencia de verano, cantando y tocando la lira, como sus enemigos alguna vez afirmaron. Sabemos que no es mera evasión, sin embargo, lo que pregona cierta praxis. “Uno ve y al mismo tiempo ha visto, piensa y ha pensado, entiende y ha entendido”, para decirlo con Aristóteles. A menudo, los gestos más triviales son dilatados continentes de señales; y en política, esa premisa resulta un látigo despiadado. Es la acción, la actividad política por excelencia, según Hanna Arendt, lo que está revelando pistas de este rompecabezas que tratamos de descifrar: por eso, hoy más que nunca, conviene diseccionar con ojo aguzado lo que hace el adversario. Más allá de la ilusión colectiva urdida por el discurso siempre afiebrado del chavismo, su pirotecnia verbal, toca identificar una verdad que no siempre coincide con lo dicho. Se trata de esa suerte de “doble conciencia”, la escisión (concepto que Jorge Rodríguez manoseó ad nauseam para desconocer a una oposición que entonces era minoría electoral), esto es, la coexistencia dentro del yo de dos actitudes psíquicas respecto a la realidad externa, cuando esta última contraría un deseo. En este caso, la urgencia del régimen por retener el poder, como sea, versus la cada vez más resbaladiza posibilidad de lograrlo.

El presidente Maduro, a tono con el desquiciamiento y la decadencia del último período de la dinastía Julio-Claudia en la antigua Roma, ofreció en días recientes un insólito divertimento: mientras la crisis del país desayunaba desnuda frente a la ONU, mientras se tanteaba junto al Vaticano un quebradizo proceso de diálogo cuyo avance demandaba la cautela de las partes involucradas; mientras al mismo tiempo acusaba al diputado Freddy Guevara y al partido Voluntad Popular de terroristas, el jefe de Estado se permitía echar un pie ante las cámaras durante su programa “La hora de la salsa”. País de lunáticos, dirán algunos; “acá nada va a cambiar”, dirán otros, comprensiblemente desalentados por la insultante jarana. Pero ese baile, “esa risa, no es de locos”, como advierte Lavoe. La escisión, insistimos, la cabriola del inconsciente entre una realidad inobjetable y su sustitución por una elaboración de lo pulsional, ambas en simultáneo retozo, no es diablura inocua. Importa por tanto preguntarse, ¿para quién baila Maduro?

Tras la ficticia despreocupación hay, claro, una provocación dirigida a la oposición más radical, esa cuya efervescencia apunta a dinamitar la agenda unitaria de la dirigencia. No en balde los giros de Maduro coinciden con la suspensión del plan de movilización y juicio político, decisión que alentó en redes una feroz campaña de despellejamiento de la “Maldita MUD” por la presunta traición de los dialogantes. La danza, a modo de remedo de un atávico ritual, parecía la apoteosis de una demostración de fuerza. Pero también es preciso recordar que a cambio de la tregua en la protesta, un gobierno que se dice “promotor de diálogo” está ahora obligado a aflojar prendas cruciales: entre ellas, liberar a los presos políticos. Menuda apostasía… ¿cómo explicar al chavismo radical, a esa mermada pero resteada base de apoyo popular que aún avala el proceder autoritario del régimen y que no dispensará indulto alguno para opositores, que ha llegado la hora de hacer concesiones? ¿Cómo ir en contra de una identidad basada en la tenaz guerra de trincheras, cómo desarmar “la moral chavista” –tan ajena a la posibilidad de negociar con “la nada”, el enemigo- para excusar el paso atrás que jamás darían?

Sí: el diálogo embute al chavismo en un zapato apretado, incómodo, que también lo crucificará ante su gente. Y es que ceder espacios o rectificar nunca fue parte del discurso identitario de la revolución. Una omisión invalidante, pues mientras la oposición se ha habituado a lidiar con el conflicto interno y resolverlo, el chavismo simplemente lo reprimió. La escisión, el íntimo desgarro es, como diría Freud, el resultado de ese conflicto que no puede gestionarse sin daños, cuyos efectos no se pueden tolerar. Por eso entre abrazar la exigencia pulsional o reconocer el peligro real, la opción es dividirse, vivir con la incongruencia: reconocer el peligro y el miedo como síntoma, e intentar a la vez despojarse de él. Una “ingeniosa solución” con un alto costo para la credibilidad, sin duda.

Maduro baila, en consecuencia, a ritmo de una sospechosa «revolutio«, una vuelta que siempre lo retorna al mismo punto. Baila para probar que puede. Baila para amansar anticipadamente la culpa, para tratar de demostrar a él y a los suyos que las cosas siguen igual, que la “oligarquía” no podrá imponer su tempo. Al mismo tiempo, no obstante, sabe que eso ya no es posible. Otra vez Lavoe, filósofo de lo irremediable, nos da letra: “Todo tiene su final/ nada dura para siempre/ tenemos que recordar que no existe eternidad…” Sí: es época de sumar realidades al saco, camará.

 

@Mibelis

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