Para mí no fue sorpresa
Que el Papa Francisco haya sido lento para prestar atención a la persecución de los sacerdotes en Nicaragua no me sorprende. Que la atención del Nuncio de su Santidad en Nicaragua a esos sacerdotes, a pesar de lo discreta, haya provocado la ira de Ortega y que su gobierno decretara su expulsión menos aún me sorprende, porque seguramente esa es la única respuesta que se podía esperar del régimen Ortega-Murillo. Sin embargo, aunque pueda considerarse que lo ocurrido es también parte de lo que podía esperarse, cuando intento explicarme la actitud del Papa Francisco no encuentro más respuesta que la continuación de una actitud de complacencia para con todo político que declare su amor a los pobres, aunque sus políticas los empobrezcan más, mientras ellos llevan una vida en la que nada les falta.
Esa actitud ya la habíamos advertido unos cuantos años antes cuando de visita en Bolivia recibía como presente de manos de Evo Morales una estatuilla en la cual Cristo es presentado crucificado, pero nada menos y nada más, que en una cruz formada por “la hoz y el martillo”. Como ya entonces escribí lo que pensé que ameritaba su pasividad no es tiempo ahora de repetirlo.
Por mi mente desde luego ha pasado la idea de que esa actitud pasiva frente a hechos que en mi opinión, seguramente prejuiciada, reclaman del sucesor de Pedro una actitud de combate, podía incluso ser atribuida a esa ola que se llamó “la teología de la liberación” y que produjo de parte de Juan Pablo II, un llamado de atención “público” a Ernesto Cardenal (Cardenal de apellido no de rango en la estructura eclesiástica), pero afortunadamente no es así, o no me parece que lo sea.
El Papa Francisco, que ha tomado por nombre el del “varón que tiene corazón de lis, alma de querube y lengua celestial” como nos lo pintó otro nicaragüense que nada tiene que ver con Cardenal, ni con Ortega, no me parece que esté siendo movido por esa corriente que se llamó “la teología de la liberación” sino más bien por esa “cosa” de difícil definición que tantas veces se ha repetido en la historia y que ha producido una “cooperación”, o más bien entendimiento, entre el poder civil y el poder eclesiástico.
Quien me esté leyendo, seguramente reclamará de mí una explicación que justifique el ataque que le hago a Francisco, o por el contrario “la absolución” a sus actuaciones que bien pudiéramos llamar con una palabra que no cause enojo de “convivencia”, con regímenes como el de Ortega y el del ya difunto Castro; y la única explicación válida tanto para la absolución como para la condena, me viene dada por las propias actuaciones de Francisco, que así como se le acusa de compartir con Castro y con Ortega ha querido la divina providencia ofrecerle una oportunidad para que actuando con diligencia demuestre que lejos de su sentir está el compartir con esa nueva religión del comunismo, ya que nos ha mostrado diligencia máxima con ocasión del atentado (para mi puede ser un montaje) que ha sufrido Cristina Fernández de Kirschner; ante el cual su reacción no se ha hecho esperar, ha sido instantánea, lo que desde luego lo colocaría distante de los procesos que iniciados por Castro nada menos que en 1959, porque sería como desconocer otras formas de comprometerse con las necesidades de los pueblos: Tal ocurrió en la Argentina en 1946 con la llegada de Perón, cuando Jorge Mario contaba apenas con 10 años y en ese tránsito de la niñez a la adolescencia, la pubertad y la juventud vio junto a Perón la figura de “Evita”, que era como decir “el socorro de los desventurados”. Y está bien que lo haga así; y que se preocupe por los desventurados, sin olvidar que nuestro Pastor ya advirtió que “a los pobres los tendréis siempre entre vosotros”.
En 1915 el Papa de turno le otorgó al nefasto y sanguinario Tirano Juan Vicente Gómez un título nobiliario y hereditario de «Conde Romano», lo nombró «Benefactor de la Iglesia» y «Caballero de la Orden Piana» y lo condecoró con muchas medallas «benditas». Faltó poco para que consideraran a Gómez un «Santo Varón». Ante cualquier tirano la Iglesia debe escoger entre el pueblo oprimido, el pueblo de Cristo, y la comodidad culpable de las prebendas del poder. «¡Cosas veredes, Sancho!» dijo don Quijote.