Otra navidad
Ī
María de los Ángeles Zambrano y José Perdomo arribaron a Caracas en un autobús procedente del interior, bajouna tenazllovizna decembrina. “Llegamos”, deslizó el buen José al oído de María, quien a su lado trajinaba para encontrarleacomodo a una barriga de casi 37 semanas que a ratos le confiscaba el aliento. Era junco verde y delgadola mujer,casi una niña; como tantas otras nuevas madres en Venezuela, a punto de canjear la taciturna compañía de sus muñecas por la de unacriatura bulliciosa, impredecible y blanda a quien, ya sabía, iba a amarcon toda su alma.
La ciudad los recibió con surabiosaembestida:el griterío, la muchedumbre sudorosa que emergía delas entrañas del metro, el apretujamiento, el codazo hostil; los afiches de una risueña candidata de camisa roja y mano en el corazón, “una mujer igualita a Caracas”–dijo un camarada- que era ahora alcaldesa, coronando basuralesaquí y allá,donde ahora yace el botín de los convoyes del hambre. La mirada angustiosa de María Zambrano quedó por instantes prendida a los respingos de un muchachito, ojos duros de escarabajo, insondablesy tristes; un cachorro sin dueño, costillar ambulante que disputaba su presa con un perro. Instintivamente, la joven llevó las manos a su picuda panza de embarazada. Venía a parir y con tales tonos la capital desplegabasu procelosa bienvenida.
ĪI
El trabajo de parto arrancaba, apenas esbozo del desgarro por venir. El susto de dar a luz en un hospital desmantelado y sin insumos, junto a un enjambre de primerizas tan jóvenes e inadvertidas como ella misma,no la soltaba. Los meses previos -sin acceso a controles prenatales regulares o complementos nutricionales, escasos o impagables- habían sido tan espinosos que por un momento consideraron, María y su leal José, cruzar a pie la frontera para dar a luz en otro país, en una nueva geografíaun poco menos incierta y más amable. No hubo tiempo ni osadía para eso, así que quedóliar bártulos y lanzarse a Caracas. “¡Alea iactaest!”, hubiese podido decir otro hombre habituado a cabalgar sobre el homéricolomo de las grandes frases. Pero José Perdomo, el carpintero, sólo sabía delabrar muebles, puertas y ventanas. Ducho, eso sí, en el arte dereconocer el alma noble de las cosas y descifrar sus posibilidades, bueno para tratar la madera casi con la misma ternura con la que ahora acariciaba la espalda doliente, cobrizay tensa de María; así que optaba por un limpio silencio que se parecía más a él y a su esperanza.
ĪII
Uno, dos hospitales… ¿cuántos más? El éxodo los empujó a través de una urbe ahíta de padecimientos, pero carente de camas, carente de todo. Finalmente, y al filo de la inminencia, hubo refugio. Pisar ala maternidad y recibir el latigazo de la largacontracción, fue una sola certeza para María.“36 semanas, 6 días”, oyó firme aJosé, urgiendoal residente de guardia. La mujer se diluyó en la punzada, se diluyó en el ahogo y el presagio de lo prematuro. En su cabeza repiqueteaba la tragedia de una vecina, quien entró al hospital con la promesa inusual de sus morochas a término, y salió con manos vacías y abiertas, el vientre yermo, sus pechos colapsados, su doble abismotras la preeclampsia que por falta de personal y quirófanos operativos no pudo ser atajadaantes dela cesárea.
Otras parturientas como María deambulaban también con su propia agitación, copando sillas de la sala de triaje e improvisando camillas;esperando un nuevo milagro en un país abatido por la crisis, por la molicie impúdicade los mandones, por el desaliento.
ĪV
24 de Diciembre. El cielo impoluto, la brisa fría. Las horas que pasan, implacables, los niños que siguen naciendo.Algunos, desdichados entrelosdesdichados, que serán eventualmente abandonados por madres solas, famélicas, mil veces rotas; otros que remontarán junto a sus familiasduras cruzadas contra el hambre o la enfermedad, que perderán batallas o sobrevivirán a medias,lidiandopor siempre con la herencia de sus cuerpecitos diezmados. A veces la vida parece empeñarse en abreviar su avance hacia la muerte. María y José, que nada sabían del pesimismo gravoso deHeidegger o Schopenhauer, intuíansin embargo que traer un niño a un mundo “donde el dolor es perpetuo” podía anunciar el mayor de los vértigos; que en estapatriadescuadernada,elbásicodesvelo por proveerlo de pañales, medicina o alimento era casi una temeridad. No obstante decidieron sobreponerse aldesliz y la sorpresa,domeñarminuto a minuto la arremetida dela nada, la del dolor y su Escila;moverse, tramitar con paciencia elatasco, abrazar íntimamente el barrunto de que la llegadadel hijo daríainmejorablerazón para bregar juntos.
V
Para la medianoche, un alumbramiento que había superado todas las estrecheces posibles era prácticamente un hecho.La doctora que asistíael parto de la última hora del día con la misma bondad que había dedicado al primero de esa febril jornada, sonrió a María cuando un bebé sano y vigoroso salió del cuerpo dúctil, el cuerpo de junco verde de la madre. “Enhorabuena… son las 12 de la noche en Venezuela”, apuntó por si acaso, para quienes aún no lo habían notado.
¡Ah! Otra navidad.
VI
Lejos de su hogar, José Perdomo y Maríade los Ángeles Zambrano recordaron los pesebres de su infancia: las casitas de cartón,las figuritas descoloridas, laslagunas de espejos, unfirmamento de papel de sedaazul-cyan, sus estrellas de aluminio. Lejos de su hogar, fatigados y absortos, otro nacimiento -obra de su carne, sudores y esperas- añadía un pulso inéditoa sus respiraciones:el eterno inicio del mundo, esaíntima revelación del reto a lo infinitamente improbable, la vida y su potencia,de pronto tenía un rostro, un ombligo, dos pies, dos manos con sus diez dedos,una historia de humanidad sin lunar ni tachaduras. Entonces hubo alivio, sí, y cauta expectativa: tantas cosas buenas colmaronlos espíritus de María y José mientras su niño dormía, y afuera una ciudad distinta despertaba.
@Mibelis