¿Y la mayoría parlamentaria?
Es necesario insistir en el parlamento como uno de los escenarios privilegiados para resolver la crisis. Antes, la institución fue objeto de los desmedidos e indiscriminados ataques que la convirtieron en una síntesis de todos males del país. Ahora, tienden justificadamente a multiplicarse, aunque sobran oportunidades para la urgente rectificación.
Recordemos, el discurso de la corrupción anidaba casi privilegiadamente en el parlamento bicameral, sin que tuviésemos noticias -por un instante- de las iniciativas del nuevo oficialismo para hacer las correcciones de rigor. Se decía del exhibicionismo, lujo y ostentación de las sedes de las fracciones mayoritarias, sin que luego instancia judicial alguna inmediatamente se pronunciara sobre la presunción de un delito, ya en el exilio dorado Manuel Quijada, el reformador por excelencia de la administración de justicia.
Pocas veces advertíamos, sobre todo en la recta final de lo que se ha dado en llamar la cuarta república, un dato esencial respecto a las aludidas fracciones: el debate reglamentado. Vale decir, un aprendizaje republicano y nada desechable, experimentaron un proceso de institucionalización que permitía administrar los matices internos, dirimir las diferencias, respetar las disidencias y que, en no pocas ocasiones, se reflejaron en las discusiones y votaciones de las plenarias de una o de ambas cámaras. Parecía natural que toda innovación institucional acogiera tal aprendizaje para cumplir adecuadamente con las misiones de legislar y controlar, amén del debate político.
Hoy somos testigos y víctimas de un retroceso lamentable, pues, la bancada mayoritaria es concebida como una pieza dispuesta a blindar al Ejecutivo a todo trance, en una institución unicameral que tiene en la Imprenta Nacional, por aquello de la reimpresión por error material, una inusitada cámara de revisión. No hay oportunidad para la polémica en su seno, pues, los lineamientos no cuentan con la consideración y -menos- la venia de sus integrantes, en una estrategia que le es completamente ajena y que sólo puede prometerles la supervivencia en el marco de la permanente inestabilidad y sorpresa que, en el teniente coronel ( r ) Chávez, estelarizan su concepción del poder.
Defender el proceso y la revolución, ahora la constitucionalidad, como si fuesen momentos imposibles de fundir por la audacia de dos o cinco o treinta de sus seguidores, es la consigna de un oficialismo que intimida a los suyos por una suerte de chantaje inverosímil: fuera de él no hay futuro y, por más talento que diga perfilarse, la suerte de todos y cada uno de los miembros depende y dependerá de la voluntad de aquél que reúne las llaves del pensamiento y la praxis del cambio histórico. No queda otra opción que la de rendir un anacrónico culto a la personalidad de acuerdo -claro está- a la liturgia establecida, a menos que uno u otro arriesgue otra invocación para regocijo o envidia de los compañeros de causa.
Son demasiados los temas que desafían al parlamentario oficialista, intentado el camino de las postergaciones en torno a casos de gravedad inocultable como el convenio petrolero con Cuba o el FIEM, por no mencionar los arquetípicos del régimen como el Plan Bolívar o el FUS. No es difícil hacer el boceto de quien se mueve inseguro de sus opiniones, intentando llenar el crucigrama de las simpatías que pueda suscitar entre los suyos y -fundamentalmente- en Aquél, el Incontestable. Sobre todo, cuando pesa la amenaza de los referenda que pueden pulverizar el quince y el último, pues, el demiurgo de la quinta república está comprometido en barrer a los descarriados. No obstante, algo pasa que hace tan imperfecta esa deidad terrenal: al parecer, una ley será la que ordene las elecciones, perfeccionando lo que -a todas luces- era una aviesa carta debajo de la manga. En otras palabras, queda algo de soberanía en los diputados, incluso, para sobrevivirle a Chávez.
Nos acercamos a otro 11 de mes y es inevitable, mientras escarmentemos en un país de olvidadizos, conmemorar la matanza de Miraflores. De nuevo, los ánimos suben de tono, agudizada una polarización que es fruto de los artificios del poder, pues, no puede ser otra cosa que artificios cuando los problemas esenciales del país siguen intactos y tan sólo quedan las maniobras circenses para envidia del mejor de los populismos que hicieron la tradición en este lado del mundo. Lo cierto es que el aporte de la mayoría parlamentaria es poco o nulo para aliviar las tensiones, pues, si bien es cierto que aceptó la consabida serie de interpelaciones, defendiendo a ultranza la versión oficial de los hechos, no menos cierto es que pudo y puede ayudar a solucionar el drama desde la perspectiva de la objetividad, imparcialidad y también patriotismo, mediante una ley que cree la Comisión de la Verdad compuesta por personas de inobjetable trayectoria en la defensa de los derechos humanos y que hagan vivas, visibles y palpables, las previsiones constitucionales. Esto no ha ocurrido por la hipoteca que pesa sobre el Legislativo y es absurdo crearla mediante un decreto del Ejecutivo, otro de los curiosos planteamientos que se han hecho.
Apelamos a la conciencia de quienes fueron elegidos por el sufragio popular para frenar un clima propicio a la violencia de la que nadie se salvará. Vendrá un 11 y otros equivalentes, pero ¿seguirá esa mayoría parlamentaria de espaldas al país?
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