¿Y ahora…?
Conocidos los resultados de la megajornada del pasado 30 de julio, en particular los correspondientes a la elección presidencial, así como viendo y oyendo las entrevistas presentadas por espacios diversos de la radio y la televisión, es fácil concluir que un elevado porcentaje del electorado mantiene intactas las esperanzas de que el hoy relegitimado presidente de la República adelantará una gestión de gobierno capaz de satisfacer todo cuanto ambicionan, en los más distintos aspectos socioeconómicos, los mayoritarios sectores marginales y empobrecidos de la población para quienes el disfrute del bienestar (salud, educación, vivienda, seguridad y empleo, entre otros) les ha sido negado, hasta ahora, por parte de un Estado insensible a sus justos reclamos y, supuestamente, por una sociedad egoísta dominada por grupos minoritarios adscritos a las oligarquías tradicionales.
Superado exitosamente el compromiso político puesto a prueba con el proceso de relegitimación, el titular del Ejecutivo Nacional debiera enfrentar el desafío que tiene por delante procurando adoptar medidas efectivas y no efectistas en el campo socioeconómico, así como también dar impulso a una gestión conciliadora con los distintos actores políticos. Con todo el poder en sus manos, el primer magistrado no tiene ya excusas a las que apelar para justificar su incapacidad para gobernar y tendrá que dejar de lado el cotidiano discurso agresivo, belicista e intolerante que hasta hoy le ha proporcionado excelentes dividendos, por lo menos en el campo comicial, para atender apropiadamente los asuntos que corresponden a la gestión presidencial que le ha sido entregada.
Sin embargo, no es “miel sobre hojuelas” lo que vendrá. Las primeras palabras del jefe del Estado después del anuncio de su victoria abrían paso al optimismo, como ya ocurrió en otras ocasiones. Horas después, el magistrado rescató su verdadero perfil y, valga la expresión coloquial, vuelta a las andadas. Así, lo que está por establecerse, interpretando los dichos y hechos presidenciales, no es nada distinto a lo ya anunciado de tiempo atrás: una república bolivariana, monocolor, militarizada, personalista y populista que no dejará de llamarse democrática para preservar las apariencias políticas pero que, difícilmente lo será en la realidad. No será , pues, esa orientación la adecuada para coronar el proceso de cambios pacíficos que, con justicia, reclama la sociedad venezolana. Antes bien, más temprano que tarde, muchos de quienes han depositado su confianza en el primer magistrado se tropezarán con los hechos, más tercos que las palabras y se darán cuenta de que gobernar es algo distinto a ofrecer y, sobre todo, a ofrecer ilimitadamente como ha sido la constante en todas las contiendas electorales de las que ha sido partícipe el presidente de la República.
Lo anterior mueve al pesimismo. Y, efectivamente, es así. Pero del resultado electoral se desprende, también, que comienza un proceso de reacomodo político que puede dar origen a una oposición organizada, capaz de enfrentar al régimen para combatir, democrática y pacíficamente, la tentación autoritaria y totalitaria. En todo caso, lo que si debe quedar claramente expuesto, es que la siembra del odio y la intolerancia no conduce a nada positivo. De persistir tales propósitos, como una y otra vez queda puesto de relieve en el discurso presidencial, quedarán ensombrecidas las perspectivas del futuro venezolano y costará bastante esfuerzo, a no dudar, la ulterior recuperación democrática.