Visita a Nueva York
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Unos días después de llegar a Nueva York, camino a Chinatown en el metro, un iraní me pregunta con una sonrisa curiosa de qué país soy. Cuando le digo que soy de Caracas, Venezuela, su sonrisa se disuelve en una ligera mueca de decepción. “Pensé que eras brasileño,” me dice. “El novio de mi hijastra es de Sao Paulo y se parece a ti.” Le pregunto de dónde es su hijastra. “No es iraní como yo,” responde. “Me casé con una inglesa.” ¿Inglesa? “Sí: pero lleva toda la vida viviendo aquí.”
Este intercambio dice mucho sobre la ciudad. He visitado Nueva York más de una docena de veces. Conozco sus avenidas, calles, vecindarios y su transporte público lo suficientemente bien como para moverme como pez en el agua. Sin embargo, la mezcla de lenguas, razas, religiones y culturas –develada en parte en mi breve diálogo con el iraní– no deja de impresionarme. Siempre he pensado que quien, en un solo lugar, desee experimentar, en la medida de lo que es en esta vida posible, la casi infinita diversidad y variedad de todo lo humano, tiene que venir a esta ciudad.
En el metro, cuando se baja el iraní, veo a mi alrededor los rostros de los pasajeros. Sentado enfrento mío, veo a un señor árabe con un bigote triste y una mirada que pareciera reflejar la melancolía del exilio. A su lado, veo a una morena voluptuosa (¿dominicana?) con mechones crespos, alegres, que le brotan hacia los lados como festejando algo. Más allá veo a una señora que parece rusa con cejas puntiagudas y un peinado anacrónico –una escultura roja que parece dibujada con regla y compás–, y al otro lado un judío sombrío y macilento con una barba, para parafrasear a Bellow, “llena de religión.” Viéndolos, detallando sus rostros y expresiones, se me ocurre que el vagón parece una conferencia de Naciones Unidas, organización cuya sede, por cierto, está muy justificadamente en esta ciudad.
La diversidad en Nueva York abarca otros registros además de la nacionalidad y la cultura. Por ejemplo, en ninguna otra ciudad he visto tanta variedad en el modo de vestir. La moda no pareciera tener el poder para disolver en un colectivo los gustos individuales y tampoco pareciera resistir la fuerza de desintegración del turismo. Lo mismo se podría decir de las escenas con las que uno se tropieza en cada esquina. El día que llegué, sentado en un café, espié a una muchacha que se tomaba un té con su enamorado, a quien no llevaba mucho tiempo de conocer a juzgar por la lucecilla de novedad en sus ojos. Y en la mesa de al lado, se encontraba un mendigo pobre y solitario que, me pareció, estaba en el polo opuesto de la vida soleada de su vecina.
Por supuesto, quien tenga los ojos bien abiertos se tropieza con estas escenas en cualquier ciudad. Pero Nueva York pareciera poseer una suerte de densidad mágica que uno no siente en otros lugares. En esta ciudad, en cualquiera de sus atestadas avenidas o estaciones de metro, uno ve rostros que se acaban de enamorar, rostros que acaban de perder a un ser amado, rostros que quieren más de lo que tienen, rostros que ya están cansados de vivir, rostros felices con el prospecto de la paternidad o maternidad, rostros viejos que se ahogan en la nostalgia –rostros, en fin, que parecieran llenar el espectro de experiencias que conforman la condición humana.
Sin embargo, no son estas reflexiones poco originales sobre la diversidad las que me impulsan a escribir estas líneas, sino otra idea que, desde que llegué, ha estado circulando mi mente. De tanto en tanto, me embarga la sensación de que no estoy aprovechando la vida al máximo, de que no estoy saboreando y disfrutando todos los frutos que ella ofrece. Es una angustia en el fondo irracional, relacionada a la inevitable insatisfacción de no estar haciendo todo lo que tengo la capacidad de hacer.
Lo que a veces siento en Nueva York es algo así. Muchas cosas me emocionan, me entusiasman, incluso me renuevan y me llenan de energías, pero al mismo tiempo me angustia no poder estar en todas partes, verlo todo, tenerlo todo, experimentarlo todo. No puedo amar a todas las potenciales amantes con las que me cruzo en la calle y en el metro, ni tampoco vivir en todos los apartamentos y vecindarios que me gustan. No estoy en ese restorancito acogedor donde a través de la ventana veo a varias mujeres con vestidos elegantes, sus bellos rostros y hombros tersos acariciados por la luz cálida de los candelabros. Ni estoy en ese humoso club de jazz, donde quizá está tocando el próximo Charlie Parker o Dizzy Gillespie o está naciendo la próxima revolución que transformará la historia del jazz. Siento la angustia de quien se está perdiendo algo, o quizá simplemente un deseo (¿o nostalgia?) de totalidad.
Quizá por eso en Nueva York, más que en otras ciudades, siento la limitación humana de no ser muchos. Cuando veo a un estudiante de Julliard caminando a clase con su trombón, pienso que me gustaría estar en su lugar. Cuando veo a un banquero entrando a un lujoso edificio con una rubia de piernas largas que debe ser su amante, siento un poco de envidia. Cuando paso enfrente de un bar bullicioso del Village y veo a un grupo tomando cerveza, conversando, riendo, quisiera estar allí, gozando y riéndome como ellos. En “Everything and Nothing,” Borges cuenta que Shakespeare, cansado de interpretar e imaginar a tantos hombres durante su vida (de ser muchos y nadie), le pidió a Dios ante de morir que quería ser uno y él. En Nueva York, a mí me provoca pedirle lo contrario.
Pero uno no puede pasarse la vida pensando en estas cosas. Apenas me bajo del metro, decidido a no dejarme ahogar en angustias metafísicas, me sumerjo en la sana realidad de los mercados ilícitos de Chinatown, que desde hace ya algún tiempo he querido explorar. Recorro pasillos intestinales, con sus puestos atiborrados de falsos relojes, carteras, lentes de sol, ropa, zapatos, joyas. Hago preguntas a los vendedores, con la esperanza de desentrañar algunos de los secretos de esta industria monumental. Un chino me muestra un catálogo de Cartier y luego me ofrece varios de los relojes del catálogo por precios que dan risa, 20, 25, 50 dólares. Otro me lleva al final de un pasillo cochambroso para enseñarme un Rolex falso edición especial. Otro, tratando de venderme algo, me pregunta si soy turco. Cuando le digo que soy de Venezuela, me dice, obviamente sin escucharme: “Ah…..un turco en Nueva York.”
Un poco más tarde, mientras espero que un chino que no habla una gota de inglés ajuste la correa de mi viejo reloj, veo en el puesto de al lado una franela con una bandera de Estados Unidos al fondo de las dos siglas famosas de Nueva York. La imagen me irrita un poco. Esta ciudad, pienso, no le pertenece a Estados Unidos. Si en este vasto país existe una “identidad nacional,” Nueva York la diluye hasta que se vuelve insignificante, y peor aún, irreconocible. Esta ciudad es la negación de la identidad colectiva, o dicho de otro modo, en Nueva York la identidad es un mosaico con tantas formas y colores que como concepto se vuelve inútil.
Uno de los males que están profundamente enraizados en la naturaleza humana es nuestra tendencia a la minimización del ser humano o la tendencia a reducir la pluralidad, la complejidad y la contradictoria diversidad que define a cualquier hombre, grupo, nación o cultura, a veces para convertirlos en lejanos paraísos donde proyectamos nuestros sueños e ilusiones, y otras veces para transformarlos en monstruos a los que podemos enjuiciar y condenar con facilidad. Nueva York es un recordatorio de que la identidad no es inamovible, ni se puede reducir a dos o tres aspectos como la lengua, la bandera o la religión. Al contrario, es un mercado variopinto en constante proceso de recreación.