Vilipendio del neoliberal de la política
I
La catástrofe natural que todavía nos asuela, las violaciones reales e imaginarias a los derechos humanos en Vargas, el affaire Davies, la polémica entre el canciller y el ex jefe de los servicios de inteligencia y prevención, la designación de Isaías Rodríguez como vicepresidente de la República y los tejemanejes de la tristemente célebre resolución 259 del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, quizá no han dejado ver a muchos la relevancia que para el debate político reviste la posición públicamente adoptada por el doctor Gerardo Blyde, uno de los más sobresalientes y respetados opositores al régimen actual.
En un artículo de prensa de reciente aparición, el doctor Blyde resumió sus percepciones y dejó saber su desazón ante lo poco conducente y productivo que ha resultado el accionar político de quienes, desde posiciones afines a las suyas, han pretendido hacer oposición a Chávez.
A la luz del modo en que han venido resultando, las cosas, el doctor Blyde razona que las reglas del juego y del terreno han sido hechas a la medida de los designios del adversario —designios que él supone ineluctablemente autoritarios— y, en consecuencia, juzga fútil perseverar en un curso de acción condenado a las mismas frustrantes derrotas electorales que ya en cuatro ocasiones les ha infligido la coalición de gobierno.
El doctor Blyde no claudica, simplemente desiste de una modalidad de acción que, según sus razones, condena a cualquier opositor al papel de mero comparsa validador de una farsa electoral. Termina Blyde anunciando su incorporación a la «resistencia pasiva».
Otro juicios similares acerca de la futilidad de persistir, otras «renuncias» a seguir actuando en un vacío sin gratificaciones han seguido a la del doctor Blyde. Y, con ellas, se ha animado una discusión, algo académica a estas alturas, en torno a la conveniencia de llamar a la abstención militante como respuesta a la convocatoria a las inminentes «megaelecciones».
En la edición de este matutino correspondiente al domingo pasado, el doctor Alberto Quirós Corradi, hace corteses y atinadísimas observaciones a la propuesta abstencionista, observaciones todas que resultan sencillamente inobjetables y que resplandecen por lo contundentemente persuasivas.
Sin duda, algo novedoso parece germinar en este debate: al menos una parte de la oposición comienza a admitir sus insuficiencias y, aunque por ahora las achaque con no poco despecho a la perfidia del adversario, esas «renuncias», el mero hecho de que contemple el llamado a la abstención, deja ver que ha llegado para ella el tiempo de discutir lo que la prosa leninista titularía «las formas de lucha».
Lo que equivale, en el fondo, a reivindicar entre nosotros el retorno a la idea de la política como una actividad humana y creadora, un quehacer digno, sujeto a leyes de composición que le son específicas.
Y junto con ello, la noción de que hay propósitos en la vida pública que son mejor servidos por un político de raza que por un «gerente comprometido» o por un «vecino de nuevo tipo».
La catástrofe natural que todavía nos asuela, las violaciones reales e imaginarias a los derechos humanos en Vargas, el affaire Davies, la polémica entre el canciller y el ex jefe de los servicios de inteligencia y prevención, la designación de Isaías Rodríguez como vicepresidente de la República y los tejemanejes de la tristemente célebre resolución 259 del Ministerio de Educación, Cultura y Deportes, quizá no han dejado ver a muchos la relevancia que para el debate político reviste la posición públicamente adoptada por el doctor Gerardo Blyde, uno de los más sobresalientes y respetados opositores al régimen actual.
En un artículo de prensa de reciente aparición, el doctor Blyde resumió sus percepciones y dejó saber su desazón ante lo poco conducente y productivo que ha resultado el accionar político de quienes, desde posiciones afines a las suyas, han pretendido hacer oposición a Chávez.
A la luz del modo en que han venido resultando, las cosas, el doctor Blyde razona que las reglas del juego y del terreno han sido hechas a la medida de los designios del adversario —designios que él supone ineluctablemente autoritarios— y, en consecuencia, juzga fútil perseverar en un curso de acción condenado a las mismas frustrantes derrotas electorales que ya en cuatro ocasiones les ha infligido la coalición de gobierno.
El doctor Blyde no claudica, simplemente desiste de una modalidad de acción que, según sus razones, condena a cualquier opositor al papel de mero comparsa validador de una farsa electoral. Termina Blyde anunciando su incorporación a la «resistencia pasiva».
Otro juicios similares acerca de la futilidad de persistir, otras «renuncias» a seguir actuando en un vacío sin gratificaciones han seguido a la del doctor Blyde. Y, con ellas, se ha animado una discusión, algo académica a estas alturas, en torno a la conveniencia de llamar a la abstención militante como respuesta a la convocatoria a las inminentes «megaelecciones».
En la edición de este matutino correspondiente al domingo pasado, el doctor Alberto Quirós Corradi, hace corteses y atinadísimas observaciones a la propuesta abstencionista, observaciones todas que resultan sencillamente inobjetables y que resplandecen por lo contundentemente persuasivas.
Sin duda, algo novedoso parece germinar en este debate: al menos una parte de la oposición comienza a admitir sus insuficiencias y, aunque por ahora las achaque con no poco despecho a la perfidia del adversario, esas «renuncias», el mero hecho de que contemple el llamado a la abstención, deja ver que ha llegado para ella el tiempo de discutir lo que la prosa leninista titularía «las formas de lucha».
Lo que equivale, en el fondo, a reivindicar entre nosotros el retorno a la idea de la política como una actividad humana y creadora, un quehacer digno, sujeto a leyes de composición que le son específicas.
Y junto con ello, la noción de que hay propósitos en la vida pública que son mejor servidos por un político de raza que por un «gerente comprometido» o por un «vecino de nuevo tipo».
II
Interesa esclarecerlo: ¿fueron tan sólo la corrupción y los cogollos excluyentes capaces de un descrédito tan absoluto de la clase política? ¿Pudo tener tal poder disolvente la retórica pugnaz de Chávez?
Permítaseme evocar un trocito de esta historia, porque estoy convencido de que ella está en la raíz de la manifiesta carestía actual de jefes políticos para una oposición viable.
Mucho antes, lo menos veinte años antes de que apareciera Chávez cargando al galope y pegado a la baranda, la prédica neoliberal comenzaba a cumplir su labor de zapa y hacía cundir entre el público y las élites el general descrédito de la política y los políticos.
No me refiero solamente a las elaboraciones académicas. Hay que considerar seriamente el vasto y sostenido esfuerzo de descalificación de la política, del valor de lo político en la vida social y de la función del político que desplegaron ferozmente los medios de comunicación desde los tempranos años ochenta.
El Estado populista, costoso e ineficiente, que entrababa la iniciativa de los particulares, debía ser reducido a su mínima expresión para que una soi disant «generación de relevo» pudiese instaurar las excelencias del mercado regulador.
Y al ser el Estado el enemigo a vencer, el Behemoth que debía destruirse porque se interponía entre nuestros sueños, la eficiencia y la prosperidad, se emprendió entonces la campaña contra sus representantes más notorios: los políticos.
Así, un domingo sí y otro también, Marcel Granier «entrevistaba» a doctores y doctoras con quienes evaluaba lo malo que lo hacían los políticos y ponderaba lo bien que nos iría si prescindiéramos de ellos.
La risible paradoja de esta exaltación de las excelencias de «la gerencia» estuvo en que muchos de sus promotores eran ellos mismos unos desastrosos empresarios y que la misma clase política, aletargada en sus guetos, ayuna de ideas propias, a menudo desmoralizada por sus yerros y su corrupción, acudía a los programas de opinión presa de un demencial estupor que le impedía reaccionar contra el destazamiento moral de que era objeto colectivamente, sin contemplaciones ni distingos.
A cambio de seis minutos al año de notoriedad, con miedo proyectado hacia el futuro de no ser invitado jamás a «Primer Plano» o a los programas matutinos, persuadidos de que el medio es el mensaje, se sometían muchos políticos a la ordalía de ver vilipendiado su oficio a cambio de la benevolencia de Napoleón Bravo.
—Tienes mucha razón, Marcel —era la muletilla más socorrida, con la que la víctima pretendía singularizarse como uno los pocos políticos «buenos», de esos que entendían la necesidad de que el Estado se redimensionara.
La operación duró años y, llegado el momento, entró en sinergia con el descontento de la calle y de los cerros. Fue feroz, fue ingenua y perversamente feroz, pues en el trayecto se cargaron todo lo que de noble y desprendido tiene la política como vocación y oficio. Y la valoración que el venezolano alguna vez hizo de ella.
III
¿Con qué o quiénes se pretendía sustituir a los políticos? Con gerentes de la iniciativa privada, con abogados junior, con dirigentes del movimiento vecinal.
Gerentes de consorcios que quebraban estrepitosamente y que invariablemente escribían —¡y escriben aún!— el horrísono término «adicionalmente» en sus artículos.
Y vecinos que, para «despartidizar» la vida municipal, terminaban remedando las organizaciones y las mismas prácticas estalinista—alfaristas que denunciaban, en su afán de avivar el embeleco de que había surgido de la llamada sociedad civil una nueva forma de lidiar entre lo privado y lo público superior al partido político. El proceso se agravó cuando a los políticos les dio por disfrazarse de gerentes.
La más desternillante pieza de convicción de que gerentes y vecinos eran mejor que un político se nos ofreció bajo la advocación de Irene Sáez: una rubia emanación de la organización Miss Venezuela, luego del pool de relacionistas corporativos de un banco fraudulento, luego de los dos partidos del antiguo régimen, y por último, aupada como una cruza de Fiorello LaGuardia y Tierno Galván por politólogos que trataban de saltar del amateurismo a la primera división profesional.
Como en toda hora menguada, hubo excepciones notables. Hace tres años, Eduardo Fernández dio a los venezolanos una inolvidable demostración de estima propia con su renuencia a aceptar el descrédito de la actividad a la que ha dedicado toda su vida, y ello pese a saberse en el sótano de las encuestas de aprobación o popularidad.
Con solitaria gallardía se enfrentó a la demencia tribal de quienes gustosamente se dejaban descaminar por el socarrón pragmatismo de Luis Herrera.
Teodoro Petkoff, a sus horas, aguantó también el chaparrón de pragmatismo en medio del cual una asamblea, con una encuesta en la mano, decidía con cuál candidato, si con Chávez o con Irene, mimetizaría mejor su condición de partido sustantivamente integrado al régimen de Punto Fijo.
Todo indica que, para echar mano a un símil ajedrecístico, la «apertura» que comenzó el 6 de diciembre del 98, tocara a su fin con la megaelección y que comienza ya el agotador y moroso «medio juego» posicional, la larga travesía que deberá afrontar cualquier oposición que pretenda merecer ese nombre.
Paradójicamente, Chávez, el hegemón incontestado, incorpora curtidos operadores políticos a su equipo, mientras los harvardianos del San Ignacio, los gerentes comprometidos y los vecinos ilustrados siguen ensayando tácticas que los diferencien de la vilipendiada política, sin decidirse a fundar de una buena vez un partido que funcione como tal.
Tal vez hagan bien en renunciar aquellos que esperaban resultados milagrosos y en dejar la política a quienes, ya sean clásicos o posmodernos, sí estén dispuestos a pagar los solitarios diezmos del oficio del político y las vicisitudes de una larga travesía del desierto.