Viaje con el Padre Olaso S.J
Luis María Olaso, lo contempló- ¿lo juzgó?- a más de treinta y tantos años transcurridos desde aquel día cuando nos reprendió con esa especial autoridad celestial de la que están dotados los curas -sean o no jesuitas-. Dos años después de mi ingreso fui expulsado por una semana de la UCAB por vietcongo y cristiano extremista. Olaso, reconozco, fue mi mayor y decisiva influencia. Pasamos de ser alumno travieso yo y profesor represivo él, para construir una cercanía afectiva que amistad llamar no puedo. Hoy, a mis cincuenta y tantos, tengo la certeza de que Olaso puso su atención en el hombre que yo podría ser y no en el joven que para entonces era.
El Padre Olaso tomó bajo su tutela, amparado en el Movimiento Universitario Católico (MUC), a un grupo variopinto de estudiantes sobre los que ejerció una ascendencia espiritual que, en mi caso, fue fundamental.
Olaso, navarro de origen, nacido en Pamplona en 1900 y algo, tengo entendido que en España fue seglar, notario y requeté para luego ofrendar su vida como soldado de Cristo en las filas de ese ejercito invencible que fundó Ignacio de Loyola para luchar contra el apostatismo y la herejía. Cómo y cuándo llegó a Venezuela no lo sé, era demasiado joven o poco entrépito para inquirir acerca de un pasado que a todas luces no quería re-crear. Conocí si, en Pamplona de Colombia, a su único hermano en un viaje largo e inaudito que desde Caracas emprendimos – en santa peregrinación – para rendirle los honores en Bogotá al Papa Pablo VI, quien fue el primer pontífice en entender que la Iglesia no era un inmenso remanso de paz, que la unidad católica no se construía impartiendo instrucciones desde el trono o con el báculo del Vaticano Papa en la mano.
El Reverendo Padre Olaso se fue develando y desvelando; para calificar la conducta de sus alumnos utilizaba un sempiterno y temible bolígrafo de cuatro colores: azul aprobado, negro bien, rojo aplazado; el verde nunca supe con cual nota se asociaba, pasó de ser un tipo soberbio y regañón a ser un cura pana, amigo a veces, muy pocas igualitario. Reforzó el movimiento católico universitario en la UCAB que ya tenía hondas raíces en la enguerrillada Universidad Central de Venezuela, donde la izquierda (comunistas, miristas y militantes armados) combatían a una derecha adeca y democristiana. El MUC fue punto de encuentro, de revelaciones y descubrimientos de un cristianismo que entendía la caridad, la de verdad, no esa de la dádiva de lo que sobra y ya no sirve, como su valor más trascendente y fundamental.
Con cada vez mayor asiduidad comencé a asistir a sus reuniones, a pesar de la crítica de algunos compañeros que comenzaron a llamarme el hijo del Padre Olaso. En alguna que otra aula de la Católica de Jesuitas (hoy Instituto Universitario de Caracas), en la Parroquia Universitaria de la Universidad Central e incluso en el tope de alguna cercana serranía mirandina, nos reuníamos para meditar, conversar, discutir acerca de las angustias y esperanzas, los consuelos y las tristezas de los hombres que el recién celebrado Concilio Vaticano Segundo había identificado y confirmado en atrevidas conclusiones paraaggiornar una iglesia que en ritos, concepciones y conductas , en tiempos de mayor gloria, se había estancado.
Cristianismo y mundo cristiano, como diría Lepp, se oponían, los del MUC de la Católica y la Central, con la Biblia de Jerusalén en manos y creencias, apostábamos por el cristianismo originario, aquél que se alimenta de la caridad y del amor. Como ingenua revancha asistíamos a los confesionarios, pequeños juzgados de lo humano regentados por lo divino, a fin de admitir culpas y pecados contra la caridad. Más de un sacerdote entredormido, volvía en sí para preguntar alarmado: ¿contra la castidad? No Padre contra la caridad. Salíamos inmunes, sin penitencias que cumplir ni indulgencias que contar.
Olaso era muy pequeño, diminuto más bien, calvo, disponía de una voz atiplada que sabía manejar a su antojo para amigo o juez ser a la vez. Pronto dejó su sotana para cambiarla por la cinta de plástico que atravesaba, de un lado al otro, el cuello de este nuevo defensor de la justicia, de este cruzado por la paz y los derechos humanos.
Con Olaso guiando su Fiat emprendimos un largo viaje hacia Bogotá en 1967. En Lara paramos, no donde mis tíos Viloria Riera de Carora distantes en el afecto y en la geografía, dormimos cómodos y seguros en la casa del entonces Gobernador del Estado, Said Padua Coronel, quien con especial cariño nos dio posada, encomendándome el cuidado de su hija Vivian, quien junto con su madre también viajarían a Bogotá a recibir la bendición papal. Días después tuve la ocasión de conocer el muy reputado Hotel Tequendama donde Vivian y su madre moraban a buen riesgo, mientras que yo deambulaba por unos terrenos en las afueras de Bogotá, donde se había construido, distante, la villa papal.
Largo y dispar recorrido realizamos con Olaso por las montañas, gargantas, despeñaderos, pasos a nivel, pueblos y ciudades de una Colombia rural y generosa, cuyos sorprendidos habitantes salían de sus casas a ver a tan inusitados visitantes. Antes de llegar a la gran sabana de Santa Fe de Bogotá, pasamos Cúcuta, Bucaramanga, Pamplona, el Páramo de Berlín, San Gil, Tunja, despertando, en casas de parroquia, pensiones y comederos, la misma cordialidad y extrañeza ante esos insospechados e inusuales viajeros. El padre Andújar S.J. y Julio Frías nos acompañaban, no recuerdo si llegaron con nosotros a Bogotá en el pequeño Fiat del trotamundos Olaso que lentamente fue deglutiendo kilómetros y kilómetros, mientras nosotros engullíamos huevos frescos, hormigas en San Gil, bebíamos leche de cabra y el cuerpo y la sangre de Cristo me era ofrecido todos los días por mis jesuitas amigos y por los sorprendidos curitas huéspedes del camino. Con Olaso aprendí el valor de la fe sincera, el poder de la pequeña emoción, también entendí, en ese pedagógico viaje, que dios no se escribe con mayúsculas ni exige antesalas para encontrarlo, es un dios sin agendas, de puertas y corazón abierto, es mi dios amigo, nada poderoso.
Bogotá, a diferencia de mi segunda visita unos veinticinco años después, ¡qué lejos estaba de Caracas en ese entonces!, era una ciudad apacible, andina, de pausado andar y cortés trato, muy distinta de la Caribe, bullanguera y confianzuda Caracas. Conocí La Universidad Javeriana de rigor, asistí a las misas campales, comulgué hasta el hartazgo, y con una Vivian Padua Coronel, joven y en pleno acné, realizamos unas cuantas visitas a no sé quien en no me acuerdo dónde.
Con Olaso descorrimos la vía de regreso, el curita venía feliz del encuentro con el Santo Padre, degustaba también, se engolosinaba con el próximo encuentro con su único hermano de Pamplona, España, en la Pamplona de Colombia. Ahí lo recogimos, los dos Olaso se quedaron en Cúcuta; yo con los cien bolívares que me había dado el Padre continué mi camino hacia Caracas, en un por puesto conducido con un atrevido e irresponsable conductor que, a fuerza de mascar chicle, despierto a duras penas se mantuvo, antes de dejarme, de último, en la puerta de mi casa: donde una familia, entre el miedo y el orgullo, esperaba los bocadillos de membrillo, el pan andino y a un hijo que, en adelante, sería protagonista de otros viajes, testigo de otros mundos.
Olaso regresó días después, misiones religiosas y familiares cumplidas, a continuar difundiendo el mensaje de su Dios y a captar nuevos adeptos para la causa de una palabra divina, reinterpretada por la Santa Iglesia a fin de adaptarla a tiempos nuevos e impacientes creyentes que, desde varios sitios del planeta, reclamaban la justicia de los cielos y, en especial, la de la Tierra. Años después de tanta religión, retiro y mística, en compañía de mi dios amigo, nada poderoso, apartado de ritos, inciensos y misales, buscando religarme y desligarme como recomienda mi apreciado Salvador Pániker, comparto las conclusiones de Los Hermanos de la Pureza de Basora: “el hombre perfecto e ideal debería ser de origen persa oriental, de educación iraquí (es decir, Babilonia), de fe arábiga, hebreo por su astucia, discípulo de Cristo en su conducta, tan piadoso como un monje sirio, griego en las ciencias particulares, indio para interpretar todos los misterios, pero en definitiva y especialmente, sufí en toda su vida espiritual.”