Vestir de rojo
El ropaje dice mucho; habla solo. Da cuenta de la personalidad, del ánimo, como el del califa colérico que se vestía de rojo para indicar su furia en Las mil y una noches, cuenta de las aficiones, del poder adquisitivo, del gusto, de las ganas por atraer visual o sexualmente. Y esto ha tenido, desde luego, un uso político tradicional, hasta convertirse en insignias, en pertenencia, en un espetar a veces feroz que te ataca a propósito y del que quieres defenderte así sea revirando los ojos. Ese uso a lo Garibaldi, precisamente con sus camisas rojas, derivó en utilización mucho más perversa, separatista, segregacionista, con intención demoledora del otro, en los camisas negras de Benito Mussolini, el verdadero fascismo y los camisas pardas de Hitler, grupos paramilitares abocados a aterrorizar, exterminar, liquidar, política, moral y físicamente a los adversarios. Así quiso implantarse en Venezuela; algunas secuelas quedan en los colectivos y sus disfraces atemorizantes, de rostros cubiertos, diseminados especialmente, pero no únicamente en la capital.
Por eso se transforma en ofensivo el color rojo en los miembros de las Fuerzas Armadas o de cualquier otro poder, público o no. Se supone que las Armadas nos pertenecen a todos los que nacimos en esta patria y en su definición subyace el hecho de que a todos nosotros se deben ellos y sus armas, pagadas con nuestro capital, ese sí, colectivo. Cuando aceptan que se les emparente con el gobiernito de turno, se inclinan, se prosternan, a ofrecer un compadrazgo político; medran, se entregan y surge un componente pastoso, oscuro, digno de ser señalado. Esto tendría, a mi parecer, dos sentidos: o se hace con la más genuina aceptación y se es parte político-militar de la torta, con lo cual se pervierte la esencia institucional; o se acata con rebeldía molestosa, con una especie de asco profundo por el trapo que se lleva, como con zapatos al revés. La imagen de neutralidad en la Fuerza Armada sin duda fue un logro a reconquistar del pasado democrático.
Desde afuera se (des)precia igual a un militar de rojo: si piensas colorado (eso es la simbología) te sentirás protegido, defendido, alentado, incluso, cuando ves circular a un miembro de las FFAA; si no te genera una repulsión chocante, te sientes traicionado, ofendido, agraviado, con ganas de decirle cuatro cosas y quitarle las estrellitas, si es el caso.
Más o menos igual ocurre cuando quien está teñido en su vestir es un oficiante gubernamental, de esos que tú pagas y ellos siempre consideran que eres tú quien debe seguirle cancelando por el carguito que detenta en el ministerio. O sea, jamás está a tu servicio sino al contrario. Lo ves con su cara de arrastrado y su guayabera sanguinolenta y te dices de inmediato, aunque no lo reflexiones mucho: «a éste quién lo pondría aquí». «Maduro no fue». «Cilia tampoco». Y sigues pensando que jamás te trajearías así a menos que estés devengando esas posibilidades infinitas de él de no acordarse de madre ni de hijos, ni de aquello que llamaban dignidad personal o social.
Muy otra cosa son los señores que generalmente recogen la basura, limpian las calles, o rozan las autopistas con la finalidad, por parte de quien le da el bastón, de que uno crea que su dinero, el de uno, municipal o nacional está bien invertido, porque le da de comer a esos seres populares, los saca de la mala vida o lo vuelve a hundir más tarde en ella: alcohol, drogas, robo, mendrugos para la casa, trabajo de esclavo sin asidero social alguno. Su atuendo más desteñido no puede andar; sabe que la revolución le esquilmó la poca vida que tenía, pero no le queda otra que ponerse la franelita con la cara de Chávez en su primera elección, ya que los recursos no han dado para reponer la humillante delgadez de algodón turbio.
Y el otro, el rojo en cualquiera de nosotros, pasa por una gama amplia: los que jamás nos ataviaríamos con nada de ese color, los que lo hacen porque les gusta, los que lo defienden como una tonalidad más, con el honor de saber que la guerra no solo con la sangre se termina, los que quieren al muerto, los que no lo quieren pero de él viven, los que consideran que la revuelta echará algún día para adelante y éste volverá a ser un país multifacético y no de pensamiento indivisible, y por ahí se va la cosa.
Habrá que reivindicar el uso del rojo como un color más del arco iris, del prisma, atractivo, seductor, pasional y sangriento, e incorporarlo a la gama de la vestimenta que no dice de las políticas errabundas sino de las ganas de vestirse así, «porque me provocó».