Venezuela para los adulantes
Para quien se pasea por el mundo insultando presidentes, secretarios de organismos internacionales, líderes religiosos (siempre católicos, aunque se diga seguidor de la Iglesia romana), regímenes políticos y sistemas económicos, suena contradictorio que exija silencio a los visitantes críticos a su país. Chávez, desde que se encaramó en Miraflores, no ha hecho otra cosa que vejar a quien no recibe su cheque complacido y no le ría sus chistes malos.
En su show dominical ha dado la orden de expulsar a los extranjeros que hablen mal de su gobierno y lo tilden de tirano. Sólo esta medida justificaría el calificativo que le molesta, puesto que las leyes venezolanas y la Constitución impiden tal cosa. Además, los avances de las costumbres democráticas permiten que los extranjeros hagan observaciones políticas sobre los países que visitan.
A la prudencia que demostró Bush junior ante las altisonantes frases e infantiles insultos de Chávez en Harlem, éste contesta con la amenaza de expulsar a quien él crea que lo ofende. La tolerancia, de la cual hay tradición en Estados Unidos desde los tiempos en que un francés como Tocqueville escribió “La democracia en América” y que obliga hasta al esquemático tejano a respetar, no tiene cabida en el discurso chaviano.
Estamos lejos de aquellos tiempos cuando los inmigrantes llenaban los puertos del país con escasas pertenencias pero con la ilusión de abrirse paso en la pequeña Venecia. En buena parte habían sido invitados por el gobierno que los recibía con la prohibición de hablar de política. Así lo indicaba un cartel en las paredes del puerto de La Guaria.
Al correr de los días y hacer suyo el país, cada inmigrante expresaba –tomando las previsiones del caso si eran tiempos de dictadura- su parecer sobre la cosa pública. No pocas veces algún paisano ofendido por la crítica del venido de otras partes inquiría: “Y si no le gusta Venezuela, ¿por qué no se regresa a su tierra?”.
Pero ese hombre o mujer que se hizo de una vida aquí, bien pudo haber contestado que quien no quiere, no discute, no exige y no critica. Quien es conforme es indiferente.
Esa ley de 1942 (abolida por las Constituciones posteriores) que Chávez quiere resucitar fue hecha en un contexto muy diferente al de ahora. En un mundo como el de hoy, totalmente interconectado, resulta estúpido intentar levantar barreras, sean físicas, legales o virtuales al intercambio de ideas. Y una de las explicaciones de tales murallas podría ser esconder las vergüenzas nacionales.
Pero, como toda la política chavista, la orden -que el lorito vicepresidente se ha apurado en repetir- de expulsar ilegal e inconstitucionalmente al extranjero incómodo es otra variante de la ley del embudo. Sólo se aplicará a quien “insulte al país”, es decir a lo que algún funcionario arbitrario considere un insulto a Chávez. Para quien alabe a la chequera que camina por América Latina, aunque sea extraterrestre, habitante de las dunas jupiterianas, nada le pasará.
Nada le pasó al dictador cubano (no visible por ahora) todas las veces que ha dado “consejos” a Chávez, verdaderos lineamientos básicos del régimen. Nada le pasó a Daniel Ortega, uno de los nuevos inscritos en la nómina de mantenidos de los petrodólares, por insultar a los estudiantes venezolanos que luchan por la libertad.
Nada le pasó al representante –como debe ser- de las empresas privadas brasileras, Lula da Silva, cuando profetizó el “triunfo” del mandante en las elecciones de diciembre pasado. (Que denunciamos como la intromisión de un gobierno extranjero en los asuntos del país porque Lula entonces no hablaba como un ciudadano cualquiera). Nada le ha pasado a los intelectuales mochileros que vienen a atragantarse en el Caracas Hilton y a ser paseados de la mano del autoeditado ministro de la Cultura por las maravillas del socialismo nonato del siglo XXI.
De manera que no se parte del principio, ya anacrónico pero explicable, de reservar la política venezolana a los venezolanos, sino de sólo permitir la libertad de expresión para todo el que venga a adular a Chávez y a su desgobierno. Como ha ocurrido todos estos años en los medios de comunicación estatales y paraestatales: hay libertad para jalar pero no para criticar.
Antes de toparse con las decenas de vallas y gigantografías que muestran al caudillo como amoroso padre o reflexivo pensador, habría que advertir al inocente turista de lo que va a conseguir. La omnipresencia televisiva y el verbo inacabable del jefe de la izquierda fascista debe tener una introducción.
El aviso que recibía a los inmigrantes podría decir ahora: “Se le exige a los extranjeros visitantes callar o participar en el culto a la personalidad de nuestro líder único”.