Opinión Nacional

Venezuela la otra, la que merecemos ser

Es hora de dar un paso al frente y asumir las tareas que la historia nos plantea: ser, finalmente, por sobre las contrariedades y al impulso de nuestros corazones, la gran Nación que merecemos ser.

1.- Hay verdades de Perogrullo que suelen pasarse por alto para no abatirse ante la extrema dureza de la realidad que enfrentamos. Una de esas verdades es que desde la muerte de Hugo Chávez el país es definitivamente otro. En todo sentido. Mirando hacia el pasado, porque su muerte enterró todas las certidumbres, incluso las de la mal llamada Cuarta República, que se diluye en las sombras de la nada. Mirando hacia el futuro, porque avanzamos hacia una terra incógnita. Un paisaje desconocido que espera por nosotros. Para llegar a ser lo que quisiéramos que fuera. Un desafío a nuestra capacidad de imaginación, a nuestro talento y a nuestro compromiso moral. Entretanto, navegamos a la deriva, sin rumbo fijo.

Esa es la primera certidumbre: El pasado está sepultado, enterrado, hundido en su propia insolvencia. Ya no sirve ni siquiera de espejismo de nostalgias ni de amenaza o de escarmiento. O de ejemplo para epopeyas futuras. Es el resultado obvio de una crisis, si es verdadera. Y lo es, sin duda alguna. Las crisis existenciales, como ésta en la que estamos desde hace por lo menos un cuarto de siglo, llegan para arrasar con todo. Y si vienen en brazos de una figura histórica, un caudillo como Hugo Chávez, por ejemplo, apenas sobreviven como fantasmas al uso del autócrata. Una herramienta como para infundir inútiles terrores infantiles. Bien dice la maravillosa nana de Eliseo Grenet: “…y si no drumi yo te trae un babalao, que da pau, pau”. Doble aspiración de un autócrata: infantilizar a la población y adormecerla de terror.

Chávez murió. Tras cumplir con el primer propósito de su epopeya: enterrar cuarenta años de democracia puntofijista. Partidista, clientelar, estatólatra o mercantilista, pero perfectamente adecuada a su momento histórico: mediados del siglo XX. Insuficiente para el Siglo XXI que nos plantea otros desafíos: una democracia emprendedora, civilista, institucionalizada, independiente, emancipada. En una palabra: moderna. Fue el teniente coronel Hugo Chávez el perfecto enterrador de un presente que se había vuelto estéril, que para más no daba, y del que llegó a ser la encarnación perfecta: repetición del más remoto pasado, pero como farsa. De modo que al morir deja al país suspendido sobre el vacío, sin continuidad histórica, desangelado, sin saber a qué ni a quién asirse. Un país sin certidumbres. Aunque próximo a un estado de natural virginidad, una hoja relativamente en blanco en la que escribir lo que a los herederos de dos siglos de historia ya clausurada por la devastación pueda ocurrírseles.

La incógnita que nos planteáramos hace veinte años, cuando asomara sus desaforadas ambiciones, su inescrupulosidad ilimitada, su astucia, su incultura y su medianía se resolvió sola. ¿Sería el enterrador del pasado o el partero del futuro? 14 años daban para lo uno y lo otro, si se tenía talento, imaginación y grandeza. Dice la tradición castrense que hasta teniente coroneles, las academias enseñan a demoler. De coroneles a generales se supone que enseñan a construir y refundar. Imposible mejor constatación que la del teniente coronel Hugo Chávez. Fue un demoledor formidable. Arrasó con todo sin dejar más nada. Salvo un heredero en la encrucijada. Y un pueblo sumido en sus interrogantes.

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Las crisis plantean una segunda enseñanza, que tiene que ver con el tiempo, el momento, la circunstancia. Nadie lo expresó mejor que Carlos Marx: “la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, pues, bien miradas las cosas, vemos siempre que estos objetivos sólo brotan cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización”.

Barrer con el pasado ha sido una de esas condiciones, si bien en nuestro caso las condiciones materiales para avanzar hacia una forma superior de organización social han estado dadas desde mucho antes de que se desatara esta crisis. En ese sentido, nuestra crisis es más una crisis de la superestructura que de las condiciones materiales. Apunta antes a la incapacidad intelectual y política de nuestros liderazgos que a la carencia de medios materiales, técnicos y productivos como para haber avanzado hacia el terreno virtual de nuestras posibilidades reales.

Pocos países de la región han contado con mejores medios y más favorables condiciones objetivas, materiales y humanas, como para crear una forma de organización social superior a la que está pasando a mejor vida. Una privilegiada posición geoestratégica, un clima extraordinario, territorio prácticamente virgen para la creación de una formidable agroindustria, recursos hídricos en abundancia, las mayores reservas estratégicas de petróleo del hemisferio y una población joven, en parte admirablemente capacitada. Con los recursos financieros como para proponerse ascender en la escala del desarrollo y asumir un rol de liderazgo en nuestro hemisferio. Si Japón o Israel, carentes de recursos naturales y rodeados de un medio hostil se han situado a la vanguardia de sus áreas de influencia, ¿por qué no nosotros, que lo tenemos todo?

Algo esencial debió haber fallado dramáticamente en los últimos cincuenta años como para que naciones comparativamente muy inferiores a las nuestras despegaran hacia el Primer Mundo, desarrollaran industrias de punta, obtuvieran un descomunal progreso para sus poblaciones y se situaran a la cabeza del desarrollo de sus zonas de influencia. Mientras nosotros no sólo nos estancábamos, sino que nos convertíamos en parásitos de nuestros recursos naturales. El horror del que prevenía Uslar Pietri: una sociedad parasitaria echada a las ubres de la vaca petrolera. Comparar las estadísticas de crecimiento y riqueza de Singapur, Malasia, Corea del Sur y otras naciones del Extremo Oriente con las de Venezuela, debiera llevarnos a una constatación aterradora: somos un ejemplo del fracaso, la inopia y la estupidez de naciones pródigamente ricas, aunque trágicamente pobres.

La responsabilidad por ese horrendo y ominoso fracaso no puede menos que atribuirse al factor humano. Culpable por el estado de incultura, miseria espiritual y desastre económico social, en el caso venezolano, no es otro que el venezolano mismo. Todos nosotros. Durante estos 14 años el régimen político de que los venezolanos nos dotáramos – que llegó a disponer de la mayor cuota de Poder y riqueza financiera concentradas en las manos de un solo hombre en toda nuestra historia – trabajó concienzuda y sistemáticamente para hundirnos irremediablemente en el pantano del fracaso. Es, junto a la terrible Guerra Federal, el crimen político más avieso de nuestra historia. Comprenderlo es el primer paso hacia la emancipación. O nos aventuramos a darlo, o perecemos

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Difícil discernir si Chávez es más culpable por el colosal desastre de toda índole que le causó a Venezuela o por la extraordinaria oportunidad histórica que fue incapaz de comprender, valorar y aprovechar. La suma de la insólita concentración de poder que fue capaz de acumular y los inconmensurables recursos financieros que el destino puso en sus manos lo facultaban para provocar la más extraordinaria revolución social, económica y política de nuestra historia. Si su ambición personal hubiera correspondido a las pulsiones de la historia y no a sus instintos básicos, tribales, egomaníacos y gregarios, otra hubiera sido la suerte de su Patria. Bajo Hugo Chávez Venezuela lo tuvo todo como para dar un gigantesco salto hacia el futuro, situarlo a él como el más grande estadista latinoamericano contemporáneo y a nuestro país como un modelo de desarrollo en la región. ¿Qué tenían a su favor los países que lo lograron, como Chile? Nada, salvo el recurso humano, la disciplina y la ambición de grandeza de sus élites. Su caso, nuestro caso es sencillamente trágico: llevado por ambiciones de muy menor cuantía, que no trascendían de su enfermiza egolatría y sus aspiraciones pandillescas, se conformó con la adulación de un tirano cruel y despiadado, el halago interesado de la ambición crematística de sus iguales y la adoración de un pueblo ignorante, carente de toda ambición y de toda grandeza.

No es grato reconocerlo. Pues no estamos ante el necesario juicio a un hombre, sino a un pueblo. Catástrofes como las que hemos vivido en estos 14 años – y sólo Dios sabe cuántos más nos esperan – no suceden sólo por el delirio de uno de sus hombres. Sino por el extravío y la cortedad de miras de sus contemporáneos. Bien dice la vieja sabiduría del refranero castellano: culpable no es el ciego, sino quien le dio el garrote.

Venezuela vive una extraña transición: levita a la deriva y se sostiene más por la fuerza de la inercia que por el impulso de sus hombres. No es lo que fuera ni asoma lo que podría llegar a ser. Privilegiada por la fortuna, podría recuperarse en muy corto plazo, gratificado con la vitalidad de su juventud y la sabiduría de quienes aún comprenden los designios de la historia. Sólo falta comprender que sin la unidad de los mejores, el desprendimientos de sus políticos y el esfuerzo de todos, reencontrados y reunimos bajo un mismo cielo, podríamos vegetar eternamente en esta mediocridad insondable. Es hora de dar un paso al frente y asumir las tareas que la historia nos plantea: ser, por fin, por encima y a pesar de las contrariedades y al impulso de nuestros corazones, la gran Nación que merecemos ser.

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