Opinión Nacional

Unidos somos mayoría

Más que una noticia, la unidad de todos los factores políticos y
corrientes sociales de oposición es una necesidad de supervivencia. De
no agotar todas las posibilidades unitarias, simplemente nadie
sobrevivirá a las embestidas del régimen, a menos que algunos se
contenten como piezas ornamentales de una oposición tarifada.

La estrategia, en definitiva, reside en superar las actuales
circunstancias para alcanzar la gobernabilidad de un país que lleva
siete años despedazándose. Apenas, el retiro de las reservas de
Estados Unidos constituye un dato aleccionador, porque –de un lado- se
trata de una decisión absolutamente inconsulta, unilateral, caprichosa
y fantasiosa; viola –por otro- las previsiones legales que conciernen
al BCV, cuya pérdida de autonomía ha de figurar en toda las antologías
del autoritarismo desembozado; y –luego – arriesgamos demasiado,
siendo un país deudor, aventurándonos en otros circuitos del sistema
financiero internacional: por consiguiente, una medida aparentemente
periférica en el mundo de la burocracia, adoptada de espaldas a la
población que dice redimir, obliga no sólo a la denuncia, sino al
concurso de todos los venezolanos para que –en un futuro- podamos
corregir una situación deplorable. Vale decir, la unidad se impone en
cada rincón.

Obviamente, hay diferencias en el seno de la oposición y, citemos a
guisa de ejemplo, las concepciones democristianas en relación a las
liberales, como bien acotó en un magnífico ensayo José Rodríguez
Iturbe (revista «Nueva Sociedad», Nrs. 71-72 de noviembre de 2000). No
obstante, yéndose el país por la borda, esas diferencias son
necesarias de administrar, ya que no quedará siquiera embarcación
alguna para plantearlas, dirimirlas y solventarlas. Mejor todavía, hay
una variedad de tácticas de promoción y búsqueda de crecimiento entre
los partidos, comprensible para una época diferente a la del presente;
e, incluso, resistencias minoritarias en el seno de los propios
partidos opositores al llamado de la unidad, proclives a los viejos
hábitos, que urgen de comprensión, de tolerancia, pero también de una
decidida derrota.

Concursamos en el acuerdo unitario a sabiendas que alcanzar una curul
no es un fin en sí mismo y, por lo demás, no será ocasión para la
cómoda estancia y el goce de privilegios en la Asamblea Nacional que
puede morir asfixiada por la concentración del poder, galopante e
inescrupulosa, hábil y demagógica, en el podium miraflorino. Los
venideros comicios deben avisarnos de un dato fundamental para los
retos pendientes: unidos, somos mayoría.

II.- El asalto policíaco

Más que una excentricidad, el consabido asalto policíaco de Chacao
ilustra hasta dónde puede llegar el abuso de un Estado que no es tal,
sino motivo de la envalentonada caprichosa de sus funcionarios. He
extraviado un viejo recorte del diario «El Mundo» que daba cuenta, por
1978, de un evento similar, cuando un comandante policial rescató a su
hijo de una jefatura civil, si la memoria no me falla. Sin embargo,
aquello que pudo ser una excepción, alarmó a la opinión pública y puso
en marcha los dispositivos institucionales de investigación, y hoy
palidece frente a un acontecimiento que desean asfaltarlo con los
dichos de una revolución que lo impone e impondrá como costumbre.

La Alcaldía Mayor lanzó un comunicado oficial intentando explicar la
situación, pero dejó la evidencia de un vergonzoso discurso
staliniano. Siendo ella misma Estado, lo asume definitivamente como
una bondad chavista ante la cual debemos todos los venezolanos
arrodillarnos, ensamblando una argumentación hecha de simplicidades
panfletarias.

Además de precisar que el señor Semtei, conocido por la opinión
pública desde hace dos décadas, cesó en sus funciones por el mes de
agosto, tornado en un miliciano pletórico de voluntades, en un
reservista orgulloso de sus incursiones urbanas, el comunicado en
cuestión soltó algunas consignas anacrónicas contra la democracia
cristiana: que sepa, el Alcalde de Chacao no ascendió a una
responsabilidad dirigencial en COPEI, aunque pudo ser simpatizante;
el estribillo de un partido del «Opus Dei», amén de desconocer el
derecho de sus miembros a profesar y adherirse a las entidades
privadas que deseen, ejemplifica el atraso, la ignorancia y la mala
intención sobre la vida interior de un partido que también ha hecho
suyo el Concilio Vaticano II, sin que puede caracterizarse de
confesional; y, por si fuera poco, no sabemos de dónde saca eso de la
«dictadura cruel» de COPEI.

Las ofensas y falsedades proferidas, advierten de la peligrosa
acumulación de poder y de la literal confiscación simbólica y material
del Estado, por quienes temen contarse en las urnas de un modo
transparente, verídico y convincente. Y, por último, el boletín
oficial de la Alcaldía Mayor, pagado con nuestros impuestos, sufragado
por la renta petrolera que es de todos, bien puede servir para la
compilación doctrinaria de un régimen de intenciones perversas.

III.- 20 años fuera del poder

Frecuentemente, olvidamos que COPEI dejó el gobierno por 1984. Vale
decir, responsabilizándolo de todo cuanto ha acontecido, obviamos que
tiene 20 largos años fuera del poder. A menos que aceptemos, por una
parte, que la gobernabilidad democrática se hizo también del concurso
de todos los sectores, corresponsabilizados sin excepción de todo lo
que ocurrió (capital, trabajo, mundo partidista, sociedad civil); y,
por otra, que la oposición partidista, sin dejar tal condición,
concursó en los espacios de equilibrio y de compensación ofrecidos por
el sistema político, hoy liquidados.

Al menos, antes, el Congreso investigaba y el más solitario de sus
integrantes, portador de las pruebas necesarias, no sólo se hacía
escuchar, sino sus tareas tendían a respetarse cabalmente. En la
actualidad, no ocurre así y, fundamentando un claro afán de poder,
oimos sin asombro que los llamados presos políticos del Táchira pueden
resultar electos gracias al sufragio popular, pero –desconocida la
voluntad del elector- desde ya el oficialismo auncia la pretensión de
allanar las inmunidades a que haya lugar.

Ocurre en toda obra humana,en COPEI hubo fallas, equívocos y errores
en el partido, aunque también aciertos, obras y trascendencias en sus
gestiones desde el gobierno o desde la oposición. Por si fuera poco,
siendo una comunidad de principios que acepta matices, diferencias y
disidencias difíciles, a veces toleradas y otras, no. Mi generación
creció comulgando y profundizando en esos principios, aunque también
mostrando sus inconformidades, aportando caminos y aceptándose en una
entidad que está sideralmente distanciada de los ahogos y fracturas
interiores del actual partido de gobierno y de sus tributarios.

La «cruel dictadura» de COPEI, según reza un comunicado oficial de la
Alcaldía Mayor (es decir, del Estado), enseña toda la comicidad
irresponsable de los gobierneros de la hora. Creímos siempre que una
revolución era un asunto tan serio que requiería de inteligencia,
comprobando una vez más que las ha habido sin mucho bullicio y que la
cursante en Venezuela constituye un simulacro propio de la
postmodernidad colada y degenerada entre los resquicios espirituales
del régimen.

IV.- El Perú remoto

Integrado a una delegación del centro democrático, recuerdo la cena
que compartí hace más de un año en Berlín, con una afamada periodista.

Ella quedó sorprendida por un comentario suelto que me permití, sobre
cierto linaje franquista del régimen todavía prevaleciente en
Venezuela: sencillamente, no quiso enterarse más de nuestra modesta
apreciación, en razón del golpe de Estado por etapas que el uno abonó
y el otro imitó, tomado de un largo artículo que publicamos en el
diario «El Globo» de Caracas.

Ejercicio necesario de aproximación, indagar sobre las semejanzas
insospechables con otras experiencias políticas e históricas no luce
desbellado. Quizá Franco, contra-reformista, cruzado, misionero,
racista e imperial, dificulta la tarea, pero no acontece igual cuando
se trata del régimen inaugurado el 3 de octubre de 1968, en Perú, bajo
la conducción de Juan Velasco Alvarado.

Lo admitimos, ha escaseado el tiempo para afrontar la vieja y copiosa
bibliografía que deparó aquél proceso con el que Hugo Chávez ha
manifestado, al menos, una identidad emocional. Claro está, con Manuel
Urriza, constatamos que los oficiales insurgentes no sólo eran de alta
graduación, sino que contaron con una preparación ideológica,
prácticamente guiados por las señales que dejó la «Populorum
Progressio».

Intentaron una tercera vía que agravó la situación del país hasta que,
especialista en finanzas públicas, el general Morales Bermúdez lo hizo
retornar a la democracia. Hacer una revolución que empeora las
condiciones de vida, no es revolución, por buenas que sean las
intenciones: incluso, muchos cubanos, sin rendirle culto por sus
desafueros, corruptelas y degeneraciones, podrían aceptar que la
calidad de vida, con todo, fue mejor durante Batista que en los
extensos años de Castro.

Se trataba «en suma, de crear una nueva sociedad nocapitalista,
diferente, sin embargo de la sociedad comunista», aseguraba Hernando
Aguirre Gamio en «El proceso peruano» (1974). Y es que, cuando ya
caminábamos hacia la conclusión del bachillerato, obtuvimos un
folleto gratuito de la UNESCO, en Caracas, suscrito por Judith Bigot,
quien reseñaba –por ejemplo-logros en la «nuclearización» y educación
«no escolarizada».

Aquella experiencia peruana fracasó, pero habría que indagar la
familiaridad con el caso venezolano, constatando inmediatamente dos
fenómenos: el que una vez calificó María Sol Pérez Schael como de
«conejillos de india», pues, nos vemos sometidos a experimentos, como
el de acá, corriendo la suerte de improvisados y, digámoslo
frontalmente, ignorantes conductores del Estado; y, después, la
particularidad de una situación en la que el poder llega a los menos
preparados para ejercerlo, mientras otros de mejores credenciales
jamás lo obtendrán.

V.- Los años duros

Siempre será urgente entre nosotros la necesidad de ejercer la
memoria, pues, a la disolución de los datos le sigue la confusión de
criterios. Roberto Giusti nos entrega una magnífica relación de lo
acontecido desde remotos tiempos: «Los años duros. La realidad no
contada 1989-2004» (Editorial Libros Marcados, Caracas, 2005).

Y es que, ante la desesperada sucesión de los hechos, olvidamos hitos
importantes en este compartir un destino. Los que hacen el linaje del
régimen vigente, como la declaración de la emergencia social por 1999
y las dos habilitaciones legislativas, la reiterada violación de las
normas electorales por el presidente Chávez, los casos precursores de
corrupción que Jesús Urdaneta denunció cuando dirigía la DISIP, la
emblemática figura de Grüber Odremán, por no mencionar los odios, los
heridos, los muertos que lleva a cuesta el gobierno. ¿Qué agregar al
partido alternativo que se hizo gobierno mesmo, festejando el asalto
de un Consejo Universitario, retrocediendo ante una fecha vital como
la del 23 de Enero, perdiendo nada más y nada menos que las elecciones
sindicales, distrayéndonos con una comisión de diálogo después de lo
acaecido en abril de 2002?.

Ciertamente, «Chávez logró inocular a más de medio país con los
grandes mitos de su delirio vital» (111), pero sentimos que sólo
quedan tirones sueltos anudando demagógicamente la esperanza de los
más desfavorecidos, que ya despiertan de su ingenuidad. Y para lo cual
queda el combate entre el totalitarismo arcaico y el espíritu
libertario, según concluye el autor.

Giusti es el diario analista político que coloca en nuestra mesa un
útil inventario de hechos, aunque desliza incomprensión hacia los
partidos. Empero, habrá de dar cuenta de una lenta decantación, ojalá
aceptación del desafío por construir el otro país que tiene ya décadas
pendiente.

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