Una larga táctica
Una sola táctica explica las miles que ahogan y versionan las circunstancias padecidas: la mera supervivencia en el poder. No es otro el terco motivo de un oficialismo que, a ratos, apela al programa de una Constitución frecuentemente violada y, en otros, reinventa la posibilidad de un distinto orden social que jamás ha definido ni definirá, a menos que el molde le sirva para preservar los fueros de palacio, improvisándolo.
Asistimos a una quiebra inmensa del quehacer político en la medida que, pretendiéndose respuesta a la crisis, el plantel chavista no asoma siquiera un gesto de novedad, salvo el descaro de vaciar las arcas públicas al detal, promoviendo toda suerte de movilizaciones so pretexto de liquidar el fantasma golpista, o al mayor, calzando grandes cifras en el FIEM o en PDVSA. Las más obvias contradicciones afloran en el discurso presidencial que, a guisa de ejemplo, asegura el carácter excedentario de las reservas internacionales y, luego, negado el aserto, versa sobre los niveles óptimos alcanzados: Chávez hurta la jerga de los técnicos para reemplazarse a sí mismo, en las constantes mudanzas conceptuales de un proceso paradójicamente hueco.
Revolución es aparición y desarrollo de todo lo inesperado, aunque a largo plazo encontremos tendencias que no fueron advertidas en los inicios. Exige claridad de propósitos, imaginación amasada por las realidades, coraje ético para afrontar a los adversarios: en nuestro país asistimos a una vulgar agravación de lo ya conocido, a una reconstrucción de la extemporaneidad, a una desesperada militarización del hecho político que, inexorable, ha dado alcance al elenco oficialista, descomponiéndolo en una que recoge las miles de tácticas, maniobras y escaramuzas, como es la de sobrevivir a toda costa.
El auge de la delincuencia sirve de justificación para plenar las calles con un armamento de guerra. Las surcan sendas tanquetas que el más distraído transeúnte acepta como una estrategia de presión, coacción, amedrentamiento o represión inmediata de la oposición pacífica, pues, nombrar y extirpar el hamponato exige manos de cirujano o –acaso- verbo de poeta, antes que una dosis masiva de pólvora y eufemismo.
Puede decirse que la estrategia consiste en dejar para mañana mucho de lo que puede hacerse hoy. Por consiguiente, tampoco asistimos a una estrategia revolucionaria, ya que cada instante que transcurre es ocasión para hacer urgente y absolutamente todo lo que convenga al mantenimiento en el poder, incluyendo la trama de difamados, heridos y muertos: una prolongada táctica que será corta agonía.
Pe (n) domanía
No hay rincones de la ciudad capital sin la atadura de los grandes pendones de Juan Barreto. Quizá hubiese sido más atractivo y atrevido aparejar el papel moneda para el alcance de los peatones, debido a la injustificada y masiva inversión que adivinamos, en lugar de la contaminación visual y moral que sintetizan.
En efecto, más allá de la mirada, tan costosa propaganda trenza árboles, postes y –también- edificios públicos junto a la indignación moral que provoca. Antes, como ahora, el oficialismo clamó a los cielos por la publicidad política que no lograba estamparse en los libros de contabilidad, mientras la población indigente y desasistida era devorada por el circo. Sin embargo, ha dictado cátedra de avispamiento, adelantándose a la apertura oficial de la campaña, con fondos milmillonarios que enjuga la suciedad de calles y avenidas, para la grotesca exposición de consignas y rostros. No hay mejor metáfora para un paisaje de deterioro permanente que el de las flatulencias urbanas, hecha de un moralismo que está fatigado por sus flaquezas.
Burda moralización fue la de acusar recibo de las costosas campañas electorales de antaño, a la vez que demasiada gente no tenía que llevar a la mesa, cuando hoy, precisamente quienes dirigen e influyen en el Estado no sólo hacen exactamente lo mismo, sino –empeorando las cosas- no toleran que se les pida explicación por el origen del dinero empleado y prosiguen el cínico discurso de redención. El cortocircuíto parte de la propia inautenticidad del mensaje y de la conducta que ocasiona, porque Barreto –ejemplo de todo un liderato supuestamente alternativo- ha sido portador de la obscenidad política que supusimos años atrás superada, aunque competido por las excelencias de los eructos; ha dejado caer del bolsillo una granada cuando –también presuntamente- se ha denunciado como agredido; o ha cuestionado a comensales, cuando le irrita que no lo dejen ejercer como gourmet en los locales del este que una vez deploró.
Semejante a aquellas escenas de Charlot en “La quimera del oro”, el oficialismo brinda su propaganda para que la devoren los pobres: derruidas, creerá las telas como estupendas colchas contra la interperie; las varas de madera, como asaduras oportunas; y los clavos, como huesos de pollo. Es el lógico desenlace de un discurso que ha hecho más miserables a los miserables y Barreto, receta en mano, no cesa con sus aportes.
La pintura callejera
Oficios extremos el del recogelatas, el pregonero del transporte público, el buhonero ambulante o el carretillero de la mercadería informal. Parecen orientados hacia la sombra de una Ley Orgánica del Trabajo que hoy los desconoce, pues, quizá con una frecuencia insospechada, dependen de un patrón afantasmado. No obstante, hay otro muy peculiar que no lo dicta la vocación o la destreza pictórica: el de aquellos que ofertan unas obras impresas o serializadas, copiadas o heroicamente logradas con acuarelas, óleos, acrílicos o cualesquiera de los elementos que le dispensen una cierta dignidad artística.
Expresión del neoliberalismo de facto que vivimos, aunque discursivamente condenado por el oficialismo, es el drama del desempleo real que nos desborda: la anarquía puebla nuestras calles y avenidas y, lo que alguien podrá tildar de una radical flexibilidad laboral, ofrece testimonios curiosos, como el de los pintores callejeros. Imaginamos que, cubiertas todas las posibilidades de ofertar otro producto o un servicio, la necesidad obliga a incursionar en terrenos que exigen un poco más de talento y, así, el arte es una frontera a explotar a través de los calendarios, afiches o fotografías que llevan la impronta presidencial, a lo mejor la figura congelada de Chávez con la banda presidencial, el uniforme militar o las siglas de fondo de su avión; los conocidos paisajes marinos o campestres, floreros y rostros; y, ya escasos, la imitación de las piezas que alcanzaron fama entre los devotos del cinetismo.
Los más duchos pintores de escuela, retratistas o caricaturistas que –a lo mejor- provendrán de las academias que ahora privilegian cursos como el de computación gráfica o el de asistencia jurídica, están fuertemente competidos por aquellos que prueban el pincel y el creyón para intentar llevar el pan a casa. Atendiendo rudimentariamente las exigencias del mercado, sobre todo a los ocurrentes y potenciales compradores que desean combinar el color de las cortinas y el mobiliario con un cuadro que le pueda conceder prestancia al hogar, los artistas ingenuos de la supervivencia radicalizan las convenciones. Y ocurre algo semejante a los más remotos pueblos, donde el turista tiene la esperanza de hallar una obra novedosa y a bajo precio: nuestras ciudades exigen de una potente lupa para encontrar la novedad y el abaratamiento.
Recordemos que, al filo de los muchos ofrecidos por 1998, hubo piquetes de pintores urbanos hechos para la agitación, independientemente de la calidad de sus obras: en el lienzo, en la palabra y en la agresión física, despotricaron de los políticos de oficio, vendiendo piezas que tendían más a ridiculizarlos, prestándole un buen servicio al ascendente Chávez. Hoy callan, asediados por una competencia que desecha lo político por su quizá escasa rentabilidad humorística, bajo el desencanto común de lo que creyeron en una promesa.
Si hubiese revolución, la plástica lo habría avisado. Queda el saldo de una imitación revolucionaria, con desempleados que prueban la tiza contra el firmamento y, a falta de política cultural, el talento queda nuevamente asfixiado.