Una democracia abierta al diálogo social
La experiencia política del “Trienio adeco” y de la dictadura militar de 1948 a 1958, fraguó una doble enseñanza, en la cultura política de los líderes de la generación de 1928: la tolerancia política y el control civil de las fuerzas armadas, bajo cuya responsabilidad gravitaría la democracia venezolana, hasta el triunfo electoral del Presidente Chávez en 1998.
En consecuencia, el respeto mutuo, el dialogo entre contrarios, la conciliación de intereses en competencia, los pacto y arreglos políticos, se convierten en valores esenciales de la democracia y; las fuerzas armadas son definidas como instituciones apolíticas, obedientes, no deliberantes, bajo la dirección política del poder civil y al servicio de la Constitución y de las leyes de la república. En tal sentido, la democracia no es sólo el ejercicio del voto “universal, directo y secreto”, sino que es, sobre todo, la conformación de un gobierno que garantice el respeto de los derechos civiles y políticos de los ciudadanos –hoy llamados derechos humanos-, sin discriminación alguna.
El resultado fue que, el sistema político venezolano desarrolló, a partir de 1958, una inteligente estrategia de conciliación de intereses entre los actores políticos diferenciados, a excepción de los comunistas. La distribución de los cargos de elección pública se hizo de acuerdo a la voluntad política de los votantes. Así mismo, las instituciones de contraloría y de fiscalía quedaron bajo la dirección de funcionarios no partidizados, al igual que los magistrados, y, las FAN cumplieron su función al enfrentar con éxito los levantamientos militares, las guerrillas izquierdistas y la defensa de la soberanía en el caso del Caldas colombiano. Se logró así, legitimar una base política mínima para la estabilidad de un sistema democrático competitivo de partidos, sindicatos, gremios, asociaciones y otras formas de expresión de la pluralidad de intereses de la sociedad venezolana.
Las debilidades de la democracia se incuban, cuando las políticas públicas, propia de una sociedad abierta, son progresivamente sustituidas por la sordidez y voracidad de las elites del poder. Una vez más, tales desvaríos estimularon la acumulación de tensiones políticas y sociales. La respuesta, a tales fallas del sistema democrático, se articuló a través de una alianza de militares y civiles incongruentes, quienes apoyados en la movilización de miles de venezolanos, perpetuamente excluidos, portadores de una cultura política mesiánica, heredada de centurias de caudillismo, lograron ganar las elecciones en 1998 y establecer un gobierno de confrontación y exclusión política.
De esta forma, una contra elite, nutrida por las debilidades de la democracia, ha logrado constituirse en elite gobernante y durante una década se ha empeñado en convertirse en una elite del poder, desplazando implacablemente a los líderes de los partidos políticos históricos de las posiciones públicas; arrasando las instituciones jurídicas, electorales, financieras, petroleras y militares de la presencia de jueces, autoridades, gerentes y oficiales de distinto rango con opiniones políticas diferenciadas.
De esta forma, el modelo democrático de conciliación de élites, ha sido sustituido por un indefinido y confuso modelo “de democracia participativa y protagónica”. Hasta el presente, aún persiste el acto electoral para la selección de los funcionarios públicos y, allí reside la fuente creadora de una renovada democracia de conciliación y dialogo, ahora imperativamente social; superior a la elitista puntofijista y a la de un proceso revolucionario estéril. La fisura simétrica de los resultados electorales del 15F así lo anuncia. Sólo el dialogo creador entre todos podría lograr sortear, con cierto éxito, la “tormenta perfecta” que se avecina.