Un show que no debe continuar
Días de furia, de confusión, de incertidumbre, de miedos, de espantos, de presentimientos y todo porque el hecho más corriente en la vida de los hombres, la muerte, tocó las puertas de la soberbia, y definitivamente, la soberbia no puede morir.
Sobre todo si se atribuye misiones imposibles, no por rendirle beneficios a su país y a sus conciudadanos, sino para construirse altares, capillas, mausoleos y túmulos frente a los cuales por el resto de los tiempos se pueda decir: “Ahí está Él, El Salvador, El Redentor, El Mesías, El que lo dio todo por los pobres y la patria, quienes, agradecidos, rinden tributo eterno a su memoria”.
Es el nacimiento de uno de los peores síndromes en la patología de las revoluciones, nacido en Rusia en 1924 después de la muerte de Lenin, el llamado “culto a la personalidad” cincelado por Stalin con la idea de usarlo a posteriori para crear su propio culto, afilado sin pausa como una eficaz herramienta para instaurar una feroz dictadura que dejó millones de presos, torturados y fusilados en el camino.
Una monstruosidad que aún asombra por su naturaleza infra o subhumana pero que, sin embargo, vía el culto, fue aceptada y hasta celebrada por algunas de las mentes más lúcidas de aquel tiempo.
Poemas, sinfonías, novelas, películas, ensayos, todo se le tributó al criminal masivo, al asesino en serie, y todo por obra y gracia del invento de un genio del mal en cuyas profundidades es aun difícil anclar.
Zamarro, silencioso, taimado, solitario, maquinal, pero siempre presto a elaborar listas en las que, por cualquier capricho, incluía hasta amigos o familiares que eran llevados sin fórmulas de juicio a los paredones de la muerte.
Como un baldón de la especie han quedado “los juicios de Moscú” donde centenares, miles de inocentes, fueron inducidos a inculparse de delitos que era imposible hubiesen cometido.
Por eso, no hay “culto a la personalidad” inocente, y no se auspicia porque en algún sentido se estime, admire o idolatre a la causa del síndrome, sino para utilizar, exprimir y manipular la memoria del tótem, héroe o dios, en sentido estricto para trasmitirle su carisma a sus herederos que luego, aunque sea por la vía del remedo, dirán que son la reencarnación, la reproducción, o clonación del fallecido.
Como una muestra viva exhibida en una suerte de museo del realismo mágico o fantasmal, los contemporáneos la hemos seguido en la extraña e inquietante sociedad comunista de Corea del Norte, en la cual, de lo más natural mueren los líderes vivos, pero para luego empaquetarlos en una serie de ritos medioevales donde se les fabrican orígenes legendarios y celestiales, con capítulos en sus biografías rebosantes de milagros y actos taumatúrgicos y embalsamados o guardados como reliquias para que las multitudes se reúnan a rezarles y pedirles que intercedan por sus precarias vidas.
Imágenes, dichos y persignos que no se porqué me estremecen leyendo consignas como “Chávez, corazón de la Patria”, o “Chávez es como tú”, o en la invocación de su nombre como fórmula para jurar el cabal cumplimiento en sus funciones de funcionarios recién electos o recién nombrados.
En otras palabras: que aún no se sabe con certeza cuál es la suerte corrida por el “Comandante-Presidente” en esas especies de “gabinetes del doctor Caligari” que parecen ser los quirófanos cubanos, aún no sabemos si está vivo o medio vivo, muerto o medio muerto, y ya comienzan a brotar las espinas de un “culto a la personalidad” tropical y caribeño que, como casi todo lo que nace en estas tierras de santería, macumba y cultos ancestrales afro e indocéntricos, adquiere el exotismo y el folclorismo de las religiones paganas y panteístas que aun florecen por estos lares.
Ya hemos visto adelantos en las calles, iglesias y lugares santos de La Habana con ristras de babalaos y orishas invocando a los poderes de Ochún o Yemayá para que nos devuelvan a Chávez de los quirófanos cubanos que es como decir del “más allá”.
Pero también de las cumbres andinas, del Ecuador y Bolivia (que sepamos) nos llegan señales de este ceremonial precolombino auspiciado y celebrado por sacerdotes, obispos y cardenales de otra religión, la marxista, que al fin se ha encontrado con una verdad incontrastable: es tal la “improductividad minuciosa” del socialismo y el comunismo (Carlos Alberto Montaner dixit) que en un misterio medianamente resuelto por la ciencia como es el de las enfermedades cotidianas, los hijos de Marx no recurren al socialismo o al capitalismo sino al feudalismo.
Al “conuquismo” que tanto valora y rescata el monje Jorge Giordani, el ingeniero eléctrico que es ministro de Planificación y Finanzas de Chávez y es con su mentalidad conventual y rural el responsable de que Venezuela se haya convertido en un país monoproductor y monoexportador de petróleo.
Personaje incansablemente siniestro que, cuentan, se disfraza de ateo en los rituales chamánicos con que algunas etnias nacionales son inducidas a rogar por la salud y el regreso del Comandante-Presidente.
En las cuatro paredes de la ineficiente medicina cubana quedó encerrado el enfermo presidente venezolano, Hugo Chávez, paciente de un cáncer primario que nunca se reveló, pero víctima de un mal peor que fue en realidad la causa de sus males, como son sus prejuicios de marxista anacrónico hacia la eficacia de la ciencia médica occidental, democrática y capitalista, que en América, Europa, Asia y África ha ido creando el milagro de que la especie humana cuente hoy 7 mil millones de representantes.
Ciencia a cielo abierto, donde no existen misterios ni secretos de estado, y tanto los diagnósticos, como los tratamientos son objeto del conocimiento público porque, entre los seres humanos que no se creen inmortales, es natural enfermarse, vivir y morir.
No pasó lo mismo con Stalin, Mao, ni la dinastía de los Kim en Corea del Norte, donde enfermedad, vida y muerte son herramientas de la política, bien para darle continuidad a los imperios, o para derrocarlos.
Variables que se acentúan cuando los herederos del enfermo o difunto no calzan sus puntos y hay que exagerarles todas sus características para que se transmitan, vía el carisma, a segundones que apenas servían para aplaudirles los discursos.
De modo que, ni gloria, ni dolor, ni tristeza reales en estos espectáculos donde lo que está en juego es el poder puro y simple, la necesidad de mantenerse en el disfrute de las ventajas que obtiene siempre el que, por cualquier razón o pretexto, está a la cabeza del Estado.
Y sin tener que estar proclamando que son los buenos de la película, los únicos que se preocupan por que los pobres estén contentos y agradecidos a la vida y los que llevan el agua, la sal y el pan a los que de otra manera no podrían obtenerlos.
Señores revolucionarios: todo eso es soberbia y vanidad, todo lo que ustedes dicen le procuran a los pobres, a los que más sufren, a los humillados y ofendidos, ellos mismos se lo podrían procurar y de una manera más eficiente, estable y duradera.
De modo que, como funcionarios del Estado, hay un don que los llamados revolucionarios o socialistas podrían ofrecer a los seres humanos de una manera abundante y de más y mejor calidad, pero se lo niegan y es la libertad.
Y es de libertad de lo que no que quieren hablar.