Opinión Nacional

Un salto al infierno

Hitler cometió el primero y gran error de su vida invadiendo la Unión Soviética y empantanándose en el feroz invierno ruso. Llegó a las puertas de Moscú y repitió el mismo error de Napoleón: pretendiendo la conquista del cielo se había metido hasta el cuello en el infierno. Fue tal el poderío alcanzado por Hitler y tan masivo el respaldo de su pueblo, que los analistas occidentales llegaron a una misma conclusión: no lo perdería su dictadura, sino su megalomaníaca ambición. “Si entra en guerra, está perdido” – fue el criterio unánime de las democracias occidentales. “Y si entra en guerra y es derrotado – lo que será inevitable, aseveraron – terminará suicidándose”.

Esa última conclusión se adelantó en 1943 en un estudio que le encargaran los servicios secretos norteamericanos a Henry A. Murray, psicológico clínico de la Universidad de Harvard . El título de esa obra fundamental, descalificada recién hace unos meses por el Departamento de Estado, lo dice todo: Análisis de la personalidad de Adolph Hitler, con predicciones de su futuro comportamiento y algunas sugerencias sobre el modo más adecuado de enfrentarlo.

No se equivocaron los primeros – Hitler llevó la guerra absoluta hasta sus últimas consecuencias cometiendo la locura de enfrentarse simultáneamente a Inglaterra, los Estados Unidos y la Unión Soviética – ni tampoco el equipo de psiquiatras de Harvard: se pegó un tiro y ordenó se le vaciaran varios bidones de gasolina encima y se le convirtiera en una antorcha celebratoria de su propio Apocalipsis.

Guardando las debidas distancias, no han faltado los dictadores y gobernantes de origen militarista y psicopatologías semejantes a las del sargento austriaco – tan narcisitas, tan desequilibrados emocionalmente y tan proclives a segar su vida por propia mano como él – que han buscado en la guerra la solución a sus males y ambiciones. Para terminar aplastados por las locuras que ellos mismos prohijaran. El caso de los dictadores argentinos invadiendo las Malvinas y saliendo con las tablas en la cabeza todavía está fresco en nuestra memoria. Castro no hubiera podido contra la primera potencia mundial, pero si de él hubiera dependido, no hubiera dudado un segundo en presionar el botón rojo y desatar una guerra nuclear sobre Washington y las principales ciudades norteamericanas. Odió con toda su alma a Kruschev, que se lo impidió. Y morirá con el rencor de no haber desatado la hecatombe mundial de sus delirios.

¿Es lo que busca el teniente coronel Hugo Chávez, agobiado por sus derrotas y acorralado por la desafección creciente de su pueblo? ¿Pretende con su alianza estratégica con las narcoguerrillas terroristas de Colombia crear un foco de tensiones en la región que culmine en una guerra entre Venezuela y Colombia? ¿Quisiera provocar una invasión de alguna potencia extranjera para tener un museo militar donde volver a ocultarse y terminar sus días como Cipriano Castro, al que acaba de invocar? ¿Prefiere su exterminio en el fuego del delirio antes que una derrota que lo volvería a la tierra y lo convertiría en el modesto oficial en retiro que jamás debió haber dejado de ser?

Los demócratas venezolanos, chavistas y anti chavistas, se lo preguntan no sin cierto asombro y mucho de angustia. ¿Quiere Hugo Chávez arrastrarnos al infierno?

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