Un juego con desenlace cruel
Las primeras ropas cayeron el Viernes Negro, 18 de febrero de 1983.
Las restantes, el 27 de febrero de 1989, el Caracazo. En el primer evento se devaluó la moneda. En el segundo, las personas. Y, junto con ellas, el acuerdo nacional en torno a la democracia.
El país quedó desnudo mostrando lo que antes iba oculto.
Pero pocos se lo tomaron en serio. El 18-F , que la economía era más débil de lo que se creía, y la Gran Venezuela, una ficción. El Caracazo, que una buena parte de la población tenía un acumulado de ira, frustración y sensación de estafa que tarde o temprano iba a estallar.
Y estalló. Con una violencia colectiva feroz, suicida y dolorosa hasta entonces desconocida en el país. Millares de personas salieron a la calle a expresar su descontento. Unos, los menos, en acto de protesta política.
Otros, los más, en una especie de festín demente en el que el saqueo desaforado era la ideología dominante.
El siquiatra José Luis Vethencourt lo caracterizó muy bien. En un ensayo titulado «Psicología de la violencia» explicó que el Caracazo comenzó como un acto de violencia iracunda, devino en fenómeno de violencia expansiva, para degenerar en actos múltiples de violencia delincuencial.
«Nadie tomó por asalto el Palacio de Invierno, cantó la Internacional, ni coreó repitiendo: ¡Queremos pan y justicia!», le gustaba decir a José Ignacio Cabrujas cuando escribía sobre la fecha. Los únicos gritos que el escritor recuerda eran consignas sumamente pragmáticas del tipo: «¡En esta zapatería se acabaron los 41! ¡Más arriba queda escocés de 18!». Pero el final del festín, no hay que olvidarlo, fue trágico. La incapacidad, o la negativa, de las policías de Caracas para frenar el desmadre que siguió por varios días con francotiradores disparando desde edificios residenciales hizo entrar en escena al Ejército, una fuerza no entrenada ni preparada para actuar en estos casos y, como resultado, en las calles y los barrios de Caracas quedaron un poco más de 300 muertos, la mayoría víctima de armas de fuego.
Los esfuerzos de organizaciones como Cofavic por aclarar los hechos y establecer responsabilidades nunca recibieron respuesta precisa de los gobiernos.
Ni de los últimos del bipartidismo, ni de sus sucesores rojos.
Después de 24 años, lo que va quedando claro es que el 27-F no fue el genocidio que el chavismo ha querido inventarse hablando irresponsablemente de 2.000 o 3.000 muertos, pero tampoco es el evento manipulado por la ultraizquierda para disolver el Gran Viraje o el mero acto delincuencial con en el que algunos gobernantes de la época quisieron evadir responsabilidades.
El intento chavista de adjudicarse a su cuenta la revuelta y declarar la fecha como el inicio de la «revolución bolivariana» es, también, otra estafa histórica. No sólo porque hay una parte nada épica de aquellos días oscuros, sino porque, si acaso existe, la llamada «revolución bolivariana» no nació en la clase obrera o los barrios pobres de Caracas sino en los cuarteles. No fueron líderes proletarios su «vanguardia política» sino tenientes coroneles apropiados de armas y tropas del Ejército institucional.
El 27-F es en realidad una fecha turbia y fallida. Un gobierno que no sabe cómo actuar, un Ejército desconcertado y torpe que disparó a mansalva, una dirigencia política sin auctoritas para contener a la muchedumbre exaltada, y una población que arriesgaba su vida sólo para cobrar su parte de la torta en el gran saqueo que oficiaban en Venezuela gobernantes, banqueros y afines de aquellos tiempos.
Hay una imagen emblemática. La fotografía del hombre que carga media res en su hombro.
«No es un tipo famélico buscando el pan», dice de nuevo Cabrujas. Es un «jodedor» venezolano, de cara sonriente, que parece decir: «Si el Presidente es un ladrón, yo también», «Si el Estado miente, yo también». Sólo le falta, escribe nuestro autor, mirar a cámara y decir limpiamente: «¡Estoy robándome cincuenta kilos de carne! ¿Y qué me vas a decir, bolsa?».
«Es el día más venezolano que he vivido», concluye el autor de aquel ensayo titulado «La viveza criolla: destreza, mínimo esfuerzo o sentido del humor».
Como para pensar.